Ágora 2.0

Blog del alumnado de Filosofia de la Universidad de Zaragoza

Pero basta de Filosofía

Posted by forseti4y9 en 2 noviembre 2015

Para despedirnos, recordemos a Martín de Garay (1771-1822)
Director de los canales de Aragón, miembro de la Junta Suprema de la Cortes de Cádiz, y ministro de Hacienda con Fernando VII.
Escribe el 2 de octubre de 1818 a su hermano:
«La sociedad en todos los tiempos, en todos los países y en todos los gobiernos se compone de hombres de una misma especie, que ofrecen siempre las mismas escenas. La envidia, los celos, el interés individual y pasiones ruines, atroces y miserables, están siempre en guerra contra los nobles sentimientos de amor al Rey, al orden y a la patria en que hemos nacido. Con exemplos memorables de víctimas ilustres sacrificados por el bien nos lo enseñan así los libros, y la esperiencia de todos los días no haze más que confirmar esta triste verdad. La ignorancia consiste en maravillarse de una cosa tan común y casi tan necesaria. El hombre de bien lo sabe así y por eso los que lo son reúsan quanto pueden ocuparse en negocios públicos y exponerse a los riesgos que siempre los acompañan. Pero una vez llamado a ellos sin intervención suya es preciso obrar bien sean los que quieran los resultados y haciéndolo así se consigue salir muy pronto de ellos. Pero basta de Filosofía.»
Cita extraída de : ALONSO GARCÉS NURIA, Biografía de un liberal aragonés: Martín de Garay (1771-1822), Institución « Fernando el Católico » (CSIC), Excma Diputación de Zaragoza, 2009, p. 1146.

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EL REGRESO DE IFIGENIA, de JOSE SOLANA DUESO

Posted by forseti4y9 en 3 enero 2014

A los que seáis aficionados a la ficción histórica quiero deciros que mi profesor de Filosofía José Solana acaba de publicar una nueva novela, esta vez en Amazon. Se titula EL REGRESO DE IFIGENIA. Aunque su precio es de 1 €, hoy y mañana podéis descargarla gratis. No es necesario tener un Kindle; se puede descargar en cualquier ordenador, tableta o smartphone.
Si llegáis a leerla, os agradecerá vuestros comentarios en la página de Amazon o por e-mail.
Yo ya me he descargado el programita para el ordenata y luego ya me he bajado la novela.
http://www.amazon.es/El-regreso-Ifigenia-Jos%C3%A9-Solana-ebook/dp/B00H4E7ZJY

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Camus y el pensamiento sublevado. El asesino delicado de inclinación libertaria.

Posted by forseti4y9 en 3 diciembre 2013

Este es el trabajo fin de Grado que presenté hace unos días para la titulación de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Es el TAZ-TFG-2013-934.  Mi tutora fue Marina Garcés. Los fallos son cosa mía. Lo pongo tal como lo entregué al tribunal, sin corregir nada.

La dirección donde está depositado en el repositorio de la Universidad es: http://zaguan.unizar.es/record/12634

El índice es:

PARTE I: EL PENSAMIENTO SUBLEVADO

Necesidad filosófica de la rebeldía: naturaleza humana y humanismo

Noción de rebelión

Los asesinos delicados

Pensamiento del mediodía

PARTE II: LA ACCIÓN SUBLEVADA

De la Resistencia a la liberación de París

La condena del estalinismo y Ni víctimas ni verdugos                                

El proceso de Camus y la Defensa del Hombre rebelde

                                                                                                             

CONCLUSIONES

Concepto de revolución

Un asesino delicado de estirpe libertaria

 

Abstract

 

En este ensayo confrontamos la posición teórica que Albert Camus expone en El Hombre rebelde en torno al concepto de rebeldía y su pensamiento del mediodía, con especial atención a los que él llama asesinos delicados, (I) con su práctica política a lo largo de su desarrollo histórico vital, fundamentalmente desde su participación en la Resistencia hasta su condena del estalinismo (II); para intentar concluir, entre las diversas interpretaciones que su obra ha suscitado, que Camus es un asesino delicado de estirpe libertaria, apoyándonos tanto en su posición teórica como en las posiciones que mantuvo a lo largo de su vida antes analizadas, siendo que El Hombre rebelde de Camus refleja una experiencia personal de valor universal (III).

 

INTRODUCCIÓN

 

El trabajo se justifica en primer lugar en la actualidad del pensamiento de Camus. En la prensa, principalmente francesa, continuamente se debate acerca de su obra y de su periplo vital. Las editoriales no cesan de publicar libros que glosan su vida y obra. Las controversias en torno a su persona y pensamiento siguen vivas. No en vano este año, 2013, celebra el centenario de su nacimiento en Mondovi, Argelia, colonia francesa, el 7 de noviembre de 1913. Su pensamiento puede ayudarnos a la comprensión de nuestro presente, pues el paso del tiempo no ha vuelto obsoleto su pensamiento. Ante el panorama actual en el que parece que una visión del mundo se desmorona, pero sin que sepamos todavía hacia donde se dirigen las sociedades contemporáneas, Camus puede seguir siendo un referente que haga que no se pierda nunca de vista el aspecto moral, la medida que toda acción política debe tener, el límite que la propia naturaleza humana impone a cada uno de nosotros como miembros de un ser colectivo común. Mensajes todavía necesarios pues la democracia y los derechos humanos no son un acervo adquirido para siempre sino una conquista parcial y coyuntural fruto de un pasado sangriento que pugna por volver radicalizando los mensajes políticos en la propia Europa occidental, de lo que dan fe las elecciones políticas de los propios miembros de la Unión Europea, donde la desafección ciudadana va de la mano del auge de los partidos con planteamientos menos moderados.

Ante un panorama tal, el mensaje de Camus no es el conformismo ni el conservadurismo, pero tampoco la pérdida de todo referente. Su propuesta es una rebeldía que no pierda de vista a las víctimas, sean del lado que sean, huyendo de los maniqueísmos pero luchando de manera intransigente por los cambios necesarios, desde un diálogo que limite los efectos perversos de la necesaria revolución. Su rebeldía es sinónimo de revolución, pero de una revolución desgarrada siempre tensada por el rechazo a institucionalizar el asesinato, la tortura y la depuración.

Repasaremos por tanto su noción de rebeldía y su propuesta de un pensamiento del mediodía.

El paralelismo entre las obras correspondientes al primer tema que le ocupó (el absurdo) y el segundo (la rebelión), pues en ambos casos una obra dramática o novelística precede a la justificación teórica, se correlaciona también con el paralelismo entre su planteamiento sublevado, rebelde, tanto en su obra (El Hombre rebelde) como en su vida[1].  Nosotros exploramos brevemente este último paralelismo, añadiendo a la exposición teórica de su pensamiento sublevado ciertas notas vitales que enmarcan su trayectoria personal frente a los acontecimientos históricos que le tocó vivir, para dibujar el retrato de un artista del que dan tirones tanto desde la derecha como desde la izquierda, políticamente hablando, pero que claramente se sitúa para nosotros en la estela libertaria rebelde de los asesinos delicados rusos, “grandes corazones” que tratan de rehacer, hombre por hombre, una fraternidad.

Nos centramos en la exégesis de la rebeldía que Camus desarrolla en El Hombre rebelde, prestando especial atención a su noción de rebelión, deudora de la de absurdo, donde los conceptos de justicia y libertad muestran una tensión constante,  así como a los revolucionarios rusos de 1905, a los que animaba una profunda exigencia moral, como únicos representantes, en su análisis de la revuelta histórica que hace Camus en esta obra, del equilibrio que debe existir en toda rebelión auténtica. La rebeldía tal como la entiende Camus configura su pensamiento del mediodía, expuesto al final de su obra, que configura definitivamente qué entender por pensamiento rebelde o pensamiento del límite.

Así, al hilo de sus posiciones teóricas, ilustraremos las posiciones vitales que Camus adopta en torno a las circunstancias políticas del momento que le toca vivir y su entendimiento del concepto de justicia. Su posición en la Resistencia la ilustraremos con su participación en Combat y en los procesos de purga posteriores a la liberación de París, tal que el de Brasillach. Su posición frente al comunismo soviético la recogeremos analizando su Defensa del Hombre rebelde.

Nuestra tesis es la de que Camus es un autor del que creemos poder afirmar que sólo tiene una posible interpretación, la de ser un asesino delicado cercano al pensamiento libertario (a falta de su última etapa del amor apenas esbozada en El Primer Hombre). Y es que Camus no rechaza la violencia o el asesinato, sino que simplemente su propuesta rebelde lo que le hace es estar alerta para limitarlo, caso de que sea necesario, a lo mínimo imprescindible.

Camus es como el rebelde Kaliayev cuando justifica la purga de Pucheu, pero también cuando modifica su postura y pide la no ejecución de la condena a muerte de Brasillach. Porque Camus propugna un rebelde que se autolimita, en lo que supone una rebelión de segundo grado. La “medida” que implica la rebeldía es la que hace aceptar el cadalso a Kaliayev y la que hace rectificar a Camus su posición sobre la depuración.

El ensayo parte de una metodología donde se conjugan las fuentes primarias, echando mano en la mayoría de las ocasiones de las traducciones de sus obras en castellano, cuando ello es posible, con las fuentes secundarias, de la mano de autores contemporáneos tanto en español como en francés, que siguen interrogando el pensamiento de Camus desde posturas políticas del presente.

 

PARTE I: EL PENSAMIENTO SUBLEVADO

 

Necesidad filosófica de la rebeldía: naturaleza humana y humanismo.

 

En El Mito de Sísifo Camus entiende por rebelión el “enfrentamiento perpetuo del hombre con su propia oscuridad. Es exigencia de una transparencia imposible. Vuelve a poner al mundo en duda en cada uno de sus segundos. Así como el peligro proporciona al hombre la irremplazable ocasión de asirlo, también la rebelión metafísica extiende la conciencia a lo largo de la experiencia. Es esa presencia constante del hombre ante sí mismo. No es aspiración, pues carece de esperanza. Esta rebelión es la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que debería acompañarla.”[2]

De esta cita podemos subrayar que la rebeldía es una necesidad metafísica que ya encontramos en el hombre absurdo, que ya es un hombre rebelde. Esto es, en el ciclo del absurdo de Camus ya tenemos la rebeldía que tematizará posteriormente en su segundo ciclo. En segundo lugar, podemos subrayar que es la experiencia la que pone al hombre ante sí mismo y le impulsa a la rebelión. En tercer lugar, que el hombre absurdo se hace consciente de su situación, “pues todo comienza por la conciencia y nada vale sino por ella”[3].

Así, “la simple ‘inquietud’ está en el origen de todo”[4]. Como escribe en sus Carnets en mayo del 36, su compromiso con la vida es “no separarse del mundo”, estar en contacto con lo verdadero: “la naturaleza, en primer lugar; luego el arte de aquellos que han comprendido, y mi arte si soy capaz de ello”[5].

Camus recela de los discursos políticos de los gobiernos y en cambio tiene en primer plano los intereses vitales de los hombres . “Cada vez que escucho un discurso político o leo los que nos dirigen, me asusta, desde hace años, no oír nada que produzca un sonido humano”[6].

La insurrección es un valor constitutivo de toda una humanidad. La rebelión es lo único que puede salvarnos del nihilismo. Una rebelión que no es un valor absoluto, como no lo son la historia ni la revolución, sino sólo un medio para hacer progresar al hombre y dejar de estar bajo la servidumbre. El nihilismo es a nivel histórico lo mismo que el absurdo a nivel individual, pone de manifiesto la contradicción existencial de la búsqueda de unidad y sentido por parte del hombre frente a ese absurdo y ese nihilismo. La necesidad de rebelarse proviene del rechazo del “todo está permitido” de Ivan Karamazov, del rechazo de “la mujer esterilizada por los SS, el hombre a quien obligaron a dormir con su hermana desnuda, la mujer que estrechaba a si hijo contra el pecho mientras le rompían la cabeza”[7], del rechazo del terror que Merleau-Ponty justifica tachando al humanismo de utopía porque el hombre siempre es explotado por el hombre (identificando política con terror, ante el que hay que tomar partido), rechazo de de la racionalidad del marxismo que aboga por las leyes de la historia para prever la victoria del socialismo frente al régimen burgués y capitalista. Este rechazo se fundamenta en que entre los hombres hay una solidaridad nacida de una comunidad de naturaleza en la condición humana. No es que el individuo se asimile al grupo, pues el hombre está sólo entre el resto de hombres, pero eso es precisamente lo que le acerca a los otros cuando tiene consciencia. La moral de Camus proviene de que el hombre está implicado en una solidaridad que parte de la naturaleza humana y de la rebelión ante la injusticia y la infelicidad. Hay una dignidad humana. La rebelión en la historia no es un desorden completo sino que “se realiza alrededor de un eje. Al mismo tiempo que sugiere una naturaleza común de los hombres, la rebelión pone de manifiesto la medida y el límite que están al principio de esa naturaleza”[8].

Camus reivindica a Freud para defender la originalidad de la naturaleza humana.  Según la ideología estalinista, “Freud es un pensador herético y ‘pequeñoburgués’ porque ha sacado a la luz el inconsciente y le ha conferido por lo menos tanta realidad como al superyó social. Este inconsciente puede entonces definir la originalidad de una naturaleza humana opuesta al yo histórico”[9].

Como ya anuncia al principio de su obra, “el análisis de la rebelión conduce, por lo menos, a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo”[10].

El asesinato y la mentira se rechazan porque van contra la fraternidad natural de los hombres. Para Camus, la relación normal entre los hombres no es una relación de fuerza hobbesiana sino la fraternidad, la lucha por la justicia, contra el sufrimiento. “La complicidad y la comunicación descubiertas por la rebelión no pueden vivirse sino en el diálogo libre. Todo equívoco, toda mala interpretación suscita la muerte; sólo el lenguaje claro, la palabra sencilla pueden salvar de esta muerte”[11].

Podríamos decir que en la base de la rebeldía de Camus se encuentra por tanto la comprensión de que existe algo así como una naturaleza humana, o sea, se encuentra la defensa de un humanismo. Si según Camus para la víctima el único valor es el presente y la única acción la rebeldía[12], en cambio “el marxismo es una doctrina de culpabilidad en cuanto al hombre y de inocencia en cuanto a la historia”[13]. Camus prefiere el hombre a la historia.

Camus reivindica que la naturaleza humana no es de una plasticidad absoluta, como supone la revolución absoluta al reducirla al estado de fuerza histórica[14].

Esta defensa de unos valores humanistas por parte de Camus podría pensarse que provoca una contradicción en los fundamentos del pensamiento político de Camus, porque por un lado rechaza que se puedan actuar en nombre de un absoluto divino o de un absoluto en la historia y por otro plantea unos valores como absolutos en el sentido de que no puede haber compromiso para con ellos[15]. Podría pensarse que al introducir el concepto de naturaleza humana en su pensamiento, este juega el papel de absoluto, y es su desconocimiento por la revolución lo que provoca la rebelión de esa naturaleza humana erigida en valor absoluto.

Pareciera por tanto que si la naturaleza humana es un valor que preexiste a toda acción, esto es introducir un salto metafísico en su pensamiento.

Sin embargo, para Camus la naturaleza humana no es una esencia. No se trata de hacer de Camus un existencialista (pues la naturaleza humana para Camus no es mera condición humana sartriana histórica, sino que tiene un sentido moral), para Camus no es que la existencia preceda a la esencia, pero tampoco al contrario. Para Camus, el ser está entre esencia y existencia, el mundo es a la vez ser y devenir, movimiento y fijeza[16]. Es paradójico que el límite inseparable de la naturaleza humana sea precisamente descubierto por la rebelión.

Podría pensarse que en Camus hay una primacía de la naturaleza humana sobre la rebelión, aunque sea esta última la que cronológica o fenomenológicamente se manifieste primero.

Pero no parece correcto interpretar así a Camus, la naturaleza humana no es una esencia encontrada en el hombre, sino que el límite al que reenvía la rebelión nos reenvía a una tradición, la griega.

“El pensamiento griego se ha atrincherado siempre en la idea de límite. No ha llevado nada hasta el final –ni lo sagrado ni la razón- porque no ha negado nada: ni lo sagrado ni la razón. […] Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a la conquista de la totalidad, es hija de la desmesura”[17].

En ese sentido, la naturaleza humana sería, en este contexto, la trasmisión de una herencia cultural. Por eso el pensamiento sublevado necesita de la memoria, para recordar el pensamiento de los límites, lo que explica su fragilidad.  Si la fuerza y la violencia fueran los únicos recursos de la política, sería una imposición débil, pues el verdadero reconocimiento de la autoridad es el de un consenso comprometido con la justicia y con la memoria de las víctimas de las injusticias sufridas en el pasado.

En conclusión, la naturaleza humana no sería una esencia, sino todo lo contrario. Sería una memoria, la herencia cultural occidental de Grecia y Roma, de Espartaco y Sócrates, de Aníbal y Atila, del esclavo que repentinamente es consciente de sus derechos nada más que por existir. El rebelde aspira a hacer reconocer algo que tiene y que ya ha sido reconocido por él.

El súbdito del Inca o el paria no se plantean el problema de la rebelión porque ha sido resuelto para ellos en una tradición, antes de que hubieran podido planteárselo, dado que la respuesta estaba en lo sagrado. La metafísica está reemplazada por el mito. “El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas”[18].

La rebeldía es para Camus independiente de su desarrollo histórico e irrenunciable, como freno a los excesos históricos.

Es por eso que para Létourneau el pensamiento filosófico de Camus es aporético incluso en su propio pensamiento del mediodía. El humanismo significa que no se puede elegir ni Dios ni Historia, pero que tampoco puede no escogerse. El mundo no tiene certezas, tanto la violencia como la no violencia son inadmisibles, justicia y libertad son irreconciliables y sin embargo debemos actuar. En ese contexto, la rebelión es un pensamiento aproximativo que se corresponde con nuestros conocimientos reales. Ya que toda acción comporta el riesgo de participar, “por la fuerza de las cosas”[19], en el crimen de la historia, debe ser calculada. La estimación constante de los fines y los medios es para el hombre una acción y un pensamiento posibles en el nivel medio, que es el suyo.

Cuando Camus en el escenario de un convento dominico en 1948 rechaza tener que escoger entre Dios y la Historia como hacen los cristianos y los comunistas y se declara optimista en cuanto al hombre y pesimista en cuanto al destino humano, sin embargo no lo hace “en nombre de un humanismo que siempre me ha parecido de cortos alcances, sino en nombre de una ignorancia que trata de no negar nada”[20].

En el mismo sentido se expresó ya en una carta a Guy Dumur el 3 de enero de 1944, cuando  escribe que hay que ser pesimista en lo que concierne a la condición humana pero optimista en lo que concierne al hombre[21].

Así, para ser fieles a Camus no habríamos de ver la necesidad filosófica de la rebeldía en la naturaleza humana o en el humanismo en sus acepciones habituales, sino en el propio concepto de hombre, un concepto autorreflexivo cercano a los planteamientos del último Foucault, por ejemplo[22], unos hombres que, como nos dice al final de El Hombre rebelde, comprenden “que se corrigen mutuamente y que les detiene a todos un límite en el sol”[23]; en definitiva, naturaleza entendida como  herencia cultural griega hecha de memoria, rebelión y mesura.

 

Noción de rebelión

 

Tal como señala el propio Camus en la introducción a El Hombre rebelde,  “en la época de las ideologías, tenemos que habérnoslas con el asesinato” [24].

Camus escribe en sus Carnets en una nota de abril de 1946, esbozando un comienzo para su ensayo: “Rebelión. Comienzo: “El único problema moral verdaderamente serio es el asesinato. El resto viene después. Pero ante todo debo averiguar si puedo matar a este hombre que tengo frente a mí, o consentir en que lo maten, y debo saber que no sabré nada mientras no sepa si puedo dar muerte a un hombre”[25].

Efectivamente, es una repetición casi palabra por palabra de la apertura del Mito de Sísifo, salvo que “asesinato” reemplaza a “suicidio”. Cambio que refleja la evolución de su pensamiento: de su relación personal con el mundo al problema del asesinato institucional.

Es por eso que un poco más adelante señala Camus en El Hombre rebelde, a propósito del objeto de esta obra, y enmarcándola en continuidad con sus anteriores trabajos, “este ensayo se propone proseguir, ante el asesinato y la rebelión, una reflexión comenzada en torno al suicidio y a la noción de absurdo”. Si en el Mito de Sísifo se interrogaba sobre el suicidio, en El Hombre rebelde se pregunta sobre el asesinato y sus justificaciones.

Y es que la reflexión hecha hasta entonces por Camus sólo nos había proporcionado “una noción, la del absurdo. A su vez, ésta no nos aporta sino una contradicción en lo que concierne al problema del asesinato. El sentimiento del absurdo, cuando se pretende extraer de él una regla de acción, vuelve el asesinato por lo menos indiferente y, por consiguiente, posible. Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y no podemos afirmar valor alguno, todo es posible y nada tiene importancia. Sin pros ni contras, el asesino no tiene ni deja de tener razón. Tanto cabe atizar los crematorios como dedicarse al cuidado de los leprosos. Maldad y virtud son azar o capricho”.

Los nihilistas desean la unidad, y para conseguir esa unidad total intentan aplicar una justicia total, o generalizar la injusticia, extendiendo el sufrimiento y la muerte a toda la humanidad, y así encontrar la unidad en la nada. Una vez muerto Dios, el hombre debe fundar sus propios valores, y los nihilistas (Nietzsche, Sade[26], los surrealistas) se inscriben en la historia de un pensamiento rebelde que lleva directamente al totalitarismo.

Pero la rebeldía que nos propone Camus va más allá de esa rebeldía histórica y metafísica. Es una rebeldía que se rebela contra el absurdo.

Y es que el propio Camus confesó a Roger Grenier en 1957 en Estocolmo[27] que cuando comenzó su obra tenía un plan preciso. Quería de antemano expresar la negación. Bajo tres formas. Novelística: El extranjero. Dramática: Calígula y El malentendido. Ideológica: El Mito de Sísifo. Y dice que no hubiera podido hablar de ello si no lo hubiera vivido, porque dice no tener ninguna imaginación. Nos dice que esto era para él, si queremos, la duda metódica de Descartes. Él dice saber que no se puede vivir en la negación como ya lo anunciaba en el prefacio de El Mito de Sísifo, y que además preveía lo positivo bajo tres formas. Novelesca: La peste. Dramática: Estado de sitio y Los justos. Ideológica: El hombre rebelde. Y añade que entreveía ya para entonces una tercera capa alrededor del tema del amor, diciendo que eran eso los proyectos que tenía en marcha[28].

En este sentido, en sus Carnets, el 27 de mayo de 1950, escribió: “I. El Mito de Sísifo (absurdo). – II El mito de Prometeo (rebelión). – III. El mito de Némesis”[29].

Como el propio Camus escribió en sus Carnets 1, Cuaderno III (en Obras 1), el 24 de febrero del 41: “Terminé Sísifo. Los tres Absurdos acabados. Comienzos de la libertad”[30].

Esto es, la etapa de la rebeldía es una etapa positiva marcada por la libertad, y abocada  hacia el amor. Una etapa en la que Camus intenta redefinir la rebeldía que antes era solitaria hacia una rebeldía solidaria que sea capaz de proporcionar una regla de acción adaptada a los acontecimientos de la época (la guerra y su participación en la Resistencia). Esto es, para salir del nihilismo que entonces había en el ambiente, intenta fundamentar la noción de rebeldía.

En este inicio de la etapa positiva nos interesa ahora remarcar que Camus escribió en 1945 Remarque sur la révolte, en la obra colectiva L’Existence[31].

La primera parte de El Hombre rebelde, de 1951, retoma en lo esencial la primera sección del escrito de 1945, y a eso le añade un esfuerzo más sistemático para fundamentar la rebeldía. Tal como señala Quilliot[32], comparando el texto de 1945 y el primer capítulo de El Hombre rebelde, en este segundo podemos ver que Camus da a la noción de rebeldía un valor más general (sustituyendo el funcionario rebelde por el esclavo), renunciando al término de valor y evitando el término trascendencia. Además, enriquece sus reflexiones con ejemplos tomados del terrorismo ruso (Los Justos) o la Resistencia. E introduce la noción de naturaleza humana, subyacente, pero no directamente evocada en la Remarque.

Ya desde el comienzo de El Hombre rebelde, señala que en la rebeldía no hay sólo un movimiento negativo sino también otro positivo. Un movimiento de rebelión que aunque nace en lo que el hombre tiene de más individual, “pone en tela de juicio la noción misma de individuo”[33], pues “se sacrifica en beneficio de un bien del que estima que sobrepasa a su propio destino”. Actúa en nombre de un valor aún confuso, pero que comparte con todos los hombres, lo que conduce a sospechar que hay una naturaleza humana. Y acaba Camus el primer capítulo de esta obra describiendo la rebelión ideal, con cuya horma medirá la revoluciones históricas y reflexionará al final de su obra sobre cómo superar el nihilismo reinante en su época. La descripción de esa rebelión ideal podía resumirse en esta cita: “La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebelión, y éste, a su vez, no encuentra justificación más que en esa complicidad. Tendremos, por lo tanto, derecho a decir que toda rebelión que se autoriza a negar o a destruir esta solidaridad pierde por ello el nombre de rebelión y coindice en realidad con un consentimiento homicida […]. Para ser, el hombre debe sublevarse, pero su rebelión debe respetar el límite que ella descubre en sí misma, allí donde los hombres, al unirse, comienzan a ser”[34].

Y es que el espíritu de rebelión tiene conciencia de ser colectivo, deja de ser absurdo en la experiencia del sufrimiento individual. Reconoce “que comparte esa extrañeza con todos los hombres y que la realidad humana en su totalidad, sufre de esa distancia en relación consigo misma y con el mundo”. “En nuestra prueba cotidiana la rebelión desempeña el mismo papel que el cogito en el orden del pensamiento: es la primera evidencia. Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lugar común que funda en todos los hombres el primer valor. Yo me rebelo, luego somos[35].

Esto es, al final del capítulo I Camus deja establecido, haciendo retroceder el absurdo (la duda metódica) sobre él mismo, que la rebeldía conduce (como el cogito) a su primera certeza: Yo me rebelo, luego somos.

Como señala Málishev, “así como para Descartes del hecho de la duda se deriva la existencia del sujeto de la duda, para Camus del hecho de la protesta contra el absurdo se desprende la evidencia de la rebelión ‘yo me rebelo, luego soy’. Pero a diferencia del cogito de Descartes, que finalmente remonta al Ser divino como su fundamento, la rebelión, que constituye el atributo de la naturaleza humana, carece del soporte externo en la racionalidad y en el orden del mundo […] lo sagrado, dice Camus, […] radica en el mismo ser humano lo sagrado es un atributo antropológico diluido en cada hombre. De este modo, el humanismo se resucita de las cenizas del sentido ontológico quemado en El Mito de Sísifo[36].

La introducción por parte de Camus de una “medida” frente a un “poder ilimitado” nos llevaría a hablar quizá de una rebelión de segundo grado, de una “rebelión de la rebelión”[37].

Tras analizar en el capítulo II la rebelión metafísica,  en el capítulo III analiza la rebelión histórica, en el IV Rebelión y arte, y en el V El pensamiento del mediodía.

 

Los asesinos delicados

 

En enero de 1948, a la vez que escribe las primeras escenas de Los Justos[38], Camus publica un artículo que lleva el título de Les meurtriers délicats en la revista La Table ronde. En El Hombre rebelde, dentro del capítulo III sobre la rebelión histórica, retoma el tema como un apartado dentro del terrorismo individual, contraponiendo este al terrorismo de Estado tanto irracional  como al racional.

Camus condena tanto la Alemania hitleriana como la profecía de Marx. La primera ni siquiera puede pretender el nombre de revolución, por no haber pretendido nunca un imperio universal, y se limita a consagrar la vanidad del nihilismo[39] La segunda sí es revolucionaria porque acaba el movimiento de negación comenzado por la filosofía de las luces, destruyendo la trascendencia de la razón y precipitándola en la historia[40]. Incluso Camus alaba a Marx, frente a sus discípulos, por haber escrito que “un fin que necesita medios injustos no es un fin justo”, pero le imputa cierta responsabilidad en que, aunque él no lo haya querido, su doctrina haya podido llegar a justificar, en nombre de la revolución, “la lucha sangrienta contra todas las formas de la rebelión”[41], siendo Lenin quien, sin olvidar que la Comuna ha fracasado[42],  decanta la fórmula de la mistificación seudorrevolucionaria “hay que matar toda libertad para conquistar el imperio y el imperio será un día la libertad”[43].

Dentro del terrorismo individual analizado por Camus, frente a los terroristas poseídos, a “los corazones mediocres” y a “los corazones extremados”[44], reivindica a los revolucionarios rusos de 1905, a los que animaba una profunda exigencia moral, y viven su búsqueda revolucionaria en su contradicción más extrema (“aunque reconocen el carácter inevitable de la violencia, confiesan que no está justificada”), guardando el equilibrio interno “si-no” de la rebelión auténtica, garantizando que los medios sean adecuados al fin. Son “grandes corazones” que tratan de rehacer, hombre por hombre, una fraternidad.

En ellos, por última vez en nuestra historia, el espíritu de rebelión se encuentra con el espíritu de compasión[45]. El que ha matado, al morir, ve anulada  la culpabilidad y el crimen mismo. Nos dice Camus que cuando Kaliayev está en el pie del patíbulo, vemos el reflejo histórico del “existimos” que hemos encontrado al término de un análisis del espíritu rebelde[46].

Comprobamos aquí que Kaliayev es para Camus la encarnación, el prototipo del rebelde, tesis principal que queremos subrayar con este ensayo, pues no por obvia, a nuestro entender, es suficientemente conocida. Kaliayev rechaza arrojar la bomba al coche del gran duque, al que tiene la misión de matar, porque dentro hay dos niños. Kaliayev prueba que “la revolución, medio necesario, no es un fin suficiente”[47]. “Kaliayev duda hasta el fin, pero esa duda no le impide obrar, eso es lo que hace de él la imagen más pura de la rebelión. Quien acepta morir, pagar una vida con otra vida, cualesquiera que sean sus negaciones, afirma con ello un valor que le supera a él mismo como individuo histórico”.

Camus encuentra a sus asesinos delicados en los Souvenirs d’un terroriste de Boris Savinkov[48], que le había hecho leer su amigo anarquista Nicolas Lazarévich. Camus ha recogido muchos escritos de estos asesinos delicados en una obra en 1950 (Tu peux tuer cet homme…)[49]. Y a Kaliayev y a Annenkov les ha insuflado su propia experiencia como militante comunista[50].

En Los Justos, obra de teatro de 1949 que Camus trabaja a la vez que El Hombre rebelde, Kaliayev representa ese reflejo ético que le impide asesinar niños incluso a costa de desobedecer las órdenes de la Organización. Así, Kaliayev grita que “matar niños es contrario al honor. Y si alguna vez, en vida mía, la revolución llegara a separarse del honor, yo me apartaría de ella. Si lo decidís, iré dentro de un instante a la salida del teatro, pero me arrojaré bajo los caballos”. A esto Stepan responde que “el honor es un lujo reservado a los que tienen carruajes”, pero Kaliayev replica que “no. Es la última riqueza del pobre. Tú lo sabes, y también sabes que hay un honor en la revolución. Por él aceptamos morir. Ése es el honor que te alzó un día bajo el látigo, Stepan, y el que te hace hablar aún hoy”[51].

Cuando Stepan le dice a Dora que no tiene corazón para tonterías, que el día que se decidan a olvidar a los niños serán los amos del mundo y la revolución triunfará, ésta replica que “ese día la humanidad entera odiará la revolución”; y cuando éste le dice que no importa pues pueden amar tanto a la humanidad como para imponérsela y salvarla de ella misma y de su esclavitud, ésta le pregunta “¿y si la humanidad entera rechaza la revolución?”[52]. En este sentido, Guérin señala que la respuesta a esta pregunta vino en 1989 y 1991, cuando explotó la impostura del socialismo real y la opinión colectiva acabó por rechazar tanto en la Unión soviética como fuera de ella, las prácticas asesinas del comunismo.

Si como dice Camus, todo revolucionario acaba siendo un hereje o un opresor, Kaliayev encarna al hereje y Stepan al opresor. Kaliayev encarna al rebelde y Stepan anuncia con su praxis terrorista el Estado totalitario, siendo así que el grupo revolucionario es como un laboratorio sociopolítico, afirmando Guérin que la Unión soviética no ha devenido totalitaria por accidente sino que las prácticas bolcheviques han contribuido mucho a ello.

Aunque históricamente la revolución de los asesinos delicados ha fracasado, el ejemplo de estos (que Camus distinguirá, en 1957, de los autores de los atentados en Argelia, dicho sea de paso) no ha acabado incluso hoy en día de plantar cara a la tiranía y ayudar a la verdadera revolución[53].

 

Pensamiento del mediodía

 

Una vez que Camus ha comprendido el verdadero drama del pensamiento sublevado, cuando la historia está inmersa en una serie de antinomias (elegir entre la violencia y la no violencia, entre la justicia y la libertad, entre mantenerse fuera de la historia o participar en ella, fijando en cada caso el límite que marca la medida que no hay que sobrepasar), rechazando el nihilismo de su época, su apuesta pasa por un pensamiento del mediodía, que expone al final de El Hombre rebelde.

Este pensamiento del mediodía viene a subrayar su apuesta por mantenernos atentos a aplicar la máxima de la rebelión en todo momento, sin caer en la desmesura, aplicando un pensamiento de los límites.

Camus se pregunta si una vez que comprobamos que la rebelión suele desviarse de sus orígenes y cínicamente acaba en el asesinato debemos por ello renunciar a toda rebelión. En palabras del propio autor argelino: “el existimos contenido en el movimiento de rebelión, ¿puede, sin escándalo o sin subterfugio, conciliarse con el asesinato? Al asignar a la opresión un límite más acá del cual comienza la dignidad común a todos los hombres, la rebelión definía un primer valor. Ponía en la primera fila de sus referencias una complicidad transparente de los hombres entre ellos, una contextura común, la solidaridad de la cadena, una comunicación de ser a ser que hace a los hombres semejantes y unidos”[54]. Y reconoce que “en pura lógica se debe responder que asesinato y rebelión son contradictorios. En efecto, basta que sea asesinado un amo para que el rebelde, de cierta manera, no esté ya autorizado a invocar la comunidad de los hombres que constituía no obstante su justificación”.

Así, Camus reconoce que “si nosotros no existimos, yo no existo”, por lo que el asesinato, tanto a nivel de historia como en la vida individual, es “el límite que no se puede alcanzar sino una vez y después de lo cual hay que morir. El rebelde no tiene sino una manera de reconciliarse con su acto homicida si se ha dejado llevar a él aceptar su propia muerte y el sacrificio. Mata y muere para que sea evidente que el asesinato es imposible. Muestra entonces que prefiere realmente el existimos al existiremos[55].

Camus reconoce que, pese a que rebelión y asesinato sean contradictorios en términos lógicos, siendo que la mentira, la injusticia y la violencia constituyen en parte la condición del rebelde, “éste no puede, pues, en modo alguno aspirar a no matar ni mentir, sin renunciar a su rebelión y aceptar de una vez por todas el asesinato y el mal”[56]. Pero claro, tampoco puede aceptar matar y mentir, por lo que “el rebelde no puede hallar el descanso, en consecuencia. Conoce el bien y hace el mal a su pesar”.

Ahora bien, si hace el mal, la única manera de sostener su ser, un ser que ha surgido de su propia rebelión, es volver a sostenerse en la rebelión. Y eso sólo puede lograrse disminuyendo la probabilidad del asesinato en torno suyo, por lo que “si mata, aceptará la muerte”. La libertad se expresa entonces no en la libertad de ejercer la violencia, de asesinar, sino en la libertad respecto a su propia muerte. “Descubre al mismo tiempo el honor metafísico. Kaliayev se coloca entonces bajo la horca y señala visiblemente a todos sus hermanos el límite exacto donde comienza y termina el honor de los hombres”.

A nivel histórico, el rebelde, con su contradicción a cuestas, se sitúa ante antinomias aparentemente insolubles. En la violencia, su aparente dilema es el silencio o el asesinato.

Lo mismo sucede con la justicia y la libertad. Es en este juego dialéctico que establece Camus entre los conceptos de justicia y libertad donde se juega su apuesta por la rebeldía frente a la revolución. La libertad absoluta es el derecho a dominar del más fuerte. Mantiene, por lo tanto, los conflictos que benefician a la injusticia. La justicia absoluta pasa por la supresión de toda contradicción: destruye la libertad. La revolución por la justicia y por la libertad termina poniendo a la una contra la otra. Hay, por lo tanto, en toda revolución, una vez liquidada la casta que dominaba hasta entonces, una etapa en la que ella misma suscita un movimiento de rebelión que indica sus límites y anuncia sus posibilidades de fracaso. La revolución se propone, ante todo, satisfacer al espíritu de rebelión que la ha originado; luego se ve en la obligación de negarlo para afirmarse mejor”.

En conclusión, “hay, al parecer, una oposición irreductible entre el movimiento de la rebelión y las adquisiciones de la revolución. Pero estas antinomias no existen más que en lo absoluto. Suponen un mundo y un pensamiento sin mediaciones. No hay, en efecto, conciliación posible entre un dios totalmente separado de la historia y una historia purgada de toda trascendencia. Sus representantes en la tierra son, efectivamente, el yogui y el comisario […] ambos rechazan el valor mediador que la rebelión revela”[57].

Ya en julio del 45 insistía en subrayar la libertad frente a la justicia, pero siempre en una tensión entre los extremos, moderados precisamente por la rebelión, que lleva a un pensamiento de los límites. Escribía en sus Carnets 2, Cuaderno 4: “Rebelión. En definitiva, elijo la libertad. Porque aunque la justicia no se cumpla, la libertad preserva el poder de protesta contra la injusticia y salva la comunicación. La justicia en un mundo silencioso, la justicia de los mudos destruye la complicidad, niega la rebelión y restituye el consentimiento, pero esta vez en su forma más baja. Aquí se ve la primacía que adquiere poco a poco el valor de la libertad. Pero lo difícil es no perder nunca de vista que al mismo tiempo debe exigir la justicia como se ha dicho. Sentado esto, hay también una justicia, aunque muy diferente, en fundar el solo valor constante en la historia de los hombres, que nunca han tenido otra razón legítima para morir que la libertad. La libertad es poder defender lo que no pienso, incluso en un régimen o un mundo que apruebo. Es poder dar la razón al adversario” [58].

En definitiva, Camus rechaza un pensamiento puramente histórico, por nihilista, por aceptar totalmente el mal de la historia y oponerse en ello a la rebelión, y apuesta por “una filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo”[59]. Y es que “el rebelde no niega la historia que le rodea y trata de afirmarse en ella, pero se encuentra ante ella como el artista ante lo real, la rechaza sin eludirla”.

Esto es, la fuerza de las cosas puede hacer que el rebelde participe en el crimen de la historia, pero no puede hacer que lo justifique. Si se admite el crimen racional al nivel de la rebelión, esto supone la muerte de la rebelión. Como vemos, Camus decreta la muerte de la rebelión en la historia si esta incurre en crimen, del mismo modo que antes dibujó al Kaliayev asesino bajo la horca nihilista, aunque sea precisamente para dejar de serlo, al alto precio de su muerte.

La acción revolucionaria coherente con sus orígenes rebeldes es la que propone Camus en su pensamiento del mediodía. “Sería fiel a la condición humana”[60].

El mismo razonamiento se aplica la violencia. “La no violencia absoluta fundamenta negativamente la servidumbre y sus violencias; la violencia sistemática destruye positivamente la comunidad viviente y el ser que recibimos de ella. Para ser fecundas, estas dos nociones deben encontrar su límites”. En el aspecto práctico esto supone que si el exceso de injusticia hace imposible evitar la insurrección, el rebelde debe rechazar poner la violencia al servicio de una doctrina o de una razón de Estado.

Si la violencia insurreccional se despliega armándose, debe ser en la dirección de unas instituciones que limiten la violencia, no su codificación, anunciando la supresión sin demora de la pena de muerte lo antes posible, y esa será la única manera para ella de ser verdaderamente provisional.

El mismo Camus expresará claramente en una respuesta a Emmanuel D’Astier[61] que no es un defensor de la no violencia, sino que rechaza su legitimación y quiere ponerle límite. “Creo que hay que mantener su carácter excepcional y encerrarla en los límites que se pueda. No predico, pues, ni la no violencia –conozco desgraciadamente su imposibilidad-, ni, como dicen los burlones, la santidad; me conozco demasiado como para creer en la virtud pura”. En conclusión, el fin puede, sólo puede, provisionalmente en todo caso, añadiríamos,  justificar los medios, pero para el pensamiento rebelde son los medios los que justifican el fin. La rebelión supone una actitud política intransigente y limitada, no una actitud absolutista. Supone la eficacia de la savia, no la del tifón[62]. En definitiva, la rebelión supone la mesura, un pensamiento de los límites, una naturaleza común de los hombres. Lo real no es enteramente racional ni lo racional completamente real. Lo irracional limita lo racional, dándole, a su vez, su medida[63].

También la moral necesita de esta mesura, “toda moral necesita una parte de realismo”. Y viceversa, todo realismo necesita una parte de moral. Ni virtud sin límites ni cinismo sin límites. “La rebelión, nos pone en el camino de una culpabilidad calculada. Su única esperanza, pero invencible, se encarna en el límite, en asesinos inocentes. En este límite, el existimos define paradójicamente un nuevo individualismo”[64]. “Yo solo, en cierto sentido, soporto la dignidad común que no puedo dejar que se rebaje en mí ni en los otros. Este individualismo no es goce, es lucha siempre”.

La expresión política en el mundo contemporáneo de la rebeldía es para Camus, por ejemplo, “lo que se llama tradicionalmente sindicalismo revolucionario”[65], como sindicalismo que ha mejorado en un siglo la condición obrera prodigiosamente. La rebelión debe apoyarse en bases concretas para obrar a favor de la verdad, y no partir de una ideología. Debe tomar en cuenta lo real, no para someterse, sino para corregirlo con conocimiento de causa. La política que propugna Camus debe apoyarse ante todo “en las realidades más concretas: la profesión, la aldea, donde se traslucen el ser y el corazón viviente de las cosas y los hombres. […] Cuando la rebelión comunica un avance a la historia y alivia el dolor de los hombres, lo hace sin terror, si no sin violencia, y en las condiciones políticas más diferentes”. En definitiva, reclama “el espíritu sindicalista y libertario”, frente a la revolución cesárea, reclama el pensamiento solar de los griegos, el pensamiento libertario de los franceses (la Comuna) los españoles y los italianos, frente a la ideología alemana. Reclama la naturaleza frente a la historia. Como señala el propio Camus “la verdadera generosidad con el porvenir consiste en dar todo al presente”[66]. El drama de Europa es que sus hombres se han abandonado a las sombras y han olvidado el presente por el porvenir, han olvidado los seres apresados por el poder, han olvidado la justicia cotidiana por una vana tierra prometida. Se han divinizado a sí mismo y tienen los ojos reventados. Frente a ellos, “Kaliayev y sus hermanos del mundo entero rechazan, por el contrario, la divinidad, porque rehúsan el poder ilimitado de dar muerte. Eligen, y con ello nos dan un ejemplo, la única regla original hoy en día hay que aprender a vivir y morir, y para ser hombre hay que negarse a ser dios”[67]. Dicho en pocas palabras: Nietzsche, Marx y Lenin pueden revivir, nos acaba diciendo Camus, si comprenden que a todos les detiene un límite en el sol (el pensamiento del mediodía). “Todos pueden revivir, en efecto, junto a los sacrificados de 1905, pero con la condición de que comprendan que se corrigen mutuamente y que les detiene a todos un límite en el sol”[68].

 

PARTE II: LA ACCIÓN SUBLEVADA

 

De la Resistencia a la liberación de París

 

Antes de escribir El Hombre rebelde, Camus ya ha pasado de plantear un hombre absurdo solitario a un hombre absurdo solidario, en La Peste. El 21 de agosto de 1944, mientras que Paris se levanta, Camus escribe un editorial en Combat: “De la résistance à la révolution”. En él escribe “la liberación de París no es más que un paso hacia la liberación de Francia, y aquí la palabra LIBERACIÓN ha de entenderse en su sentido más amplio… No será suficiente con volver a la mera apariencia de libertad con la que la Francia de 1939 tuvo que contentarse… Los Aliados han posibilitado nuestra liberación. Pero nuestra libertad es cosa nuestra; somos nosotros quienes hemos de darle forma”[69].  Subrayemos también de este editorial de Camus que dice que si Paris se bate esa tarde es para mandar en el mañana, pero no por el poder, sino por la justicia, no por la política, sino por la moral, no por la dominación de su país, sino por su grandeza.

Ilustraremos el tema de la depuración de los colaboradores una vez liberado París con el proceso del intelectual colaboracionista Robert Brasillach. Como escribe Zaretsky[70], en enero de 1945, Brasillach, que tras la derrota de Francia en 1940 se convirtió en la voz más elocuente en la nación ocupada favorable a la colaboración con Alemania, estaba a pocas semanas de ser condenado a muerte por el delito de lesa traición. Se le pidió a Camus que firmase una petición dirigida a Charles de Gaulle para que se le conmutara la sentencia. Mauriac emprendió en Figaro una campaña de lucha contra los excesos de la depuración. Las cautelas de Mauriac al principio no afectaban a Camus.

Ya anteriormente Camus manifestó en la revista clandestina Les Lettres françaises, estar de acuerdo en que Pierre Pucheu, ministro de interior bajo Vichy responsable de la selección de varios presos comunistas como rehenes que luego fueron ejecutados por los nazis, a quien De Gaulle se había negado a amnistiar, tenía que morir: “Han muerto demasiados hombres a quienes amábamos y respetábamos, se han traicionado demasiadas cosas, se han humillado demasiados valores […] incluso para aquellos que como nosotros, en medio de la batalla, hubiéramos sentido la tentación de perdonarle”[71]. Acusando a Pucheu de falta de imaginación, Camus escribe “es con completa imaginación como llegamos al mismo tiempo, y por una paradoja que no es más que aparente, a admitir sin rebelarnos que un hombre pueda ser borrado de esta tierra”[72]; legitimando así, como dice Onfray, la ley del talión.

Así, “la dirección del CNE[73], con Eluard a la cabeza, estimó que este artículo de Camus consideraba en bien poca cosa los crímenes de Pucheu atribuyéndolos a falta de imaginación”[74] y el propio Eluard replicó al artículo de Camus que “esa falta de imaginación tan cómoda, de la que habla, les parece siempre, y particularmente en el caso de Pierre Pucheu, voluntaria”.

Para Zaretsky, lo que Camus parece sugerir con esta expresión de “falta de imaginación” es la falta de uno de los rasgos más fundamentales de la humanidad, la empatía, anticipando según Zaretsky lo que Arendt calificaría una década más tarde como “la banalidad del mal”.

Aquel acuerdo de Camus en que Pucheu tenía que morir supuso un cambio radical en Camus, que siempre se había manifestado contra la pena de muerte.

Onfray señala[75] a este respecto que Camus, en ese momento, mayo de 1944, no está preparado todavía para el ejercicio sereno de una justicia serena, ya que acaba de publicar en el Combat clandestino un texto titulado “Durante tres horas han fusilado franceses”, contando la carnicería  con la que los ocupantes han respondido al sabotaje de una línea de tren en la que han hecho descarrilar dos vagones sin matar a nadie, matando a 96 inocentes a razón de una persona cada dos minutos.

Y no sólo fue con Pucheu con quien Camus se mostró vengativo, según Onfray[76]. En julio de 1944 Camus persiste en esta dirección, escribiendo en Combat sobre Pétain y Laval. Y el 30 de agosto de 1944 Camus invita a golpear terriblemente como ejercicio de justicia, frente a la masacre de 34 resistentes por las SS.

Pero luego evoluciona, y en este sentido dimite del Comité nacional de edición, porque ve que es como un tribunal revolucionario donde el odio y el resentimiento son más importantes que la justicia[77].

Pues bien, vista ya la postura depuracionista de Camus, sigamos de cerca esta evolución. Camus abrió su columna en Combat diciendo “no estamos de acuerdo con el Señor François Mauriac”.

Camus desoyó la llamada de Mauriac a la tolerancia por razones a la vez religiosas y pragmáticas. Desde Combat, escribe que escoge asumir una justicia humana con sus imperfecciones, preocupados solo por corregirla con una honestidad mantenida con desesperación[78]. En una columna publicada el 26 de diciembre de 1944 declara Camus que la moderación, al menos en las actuales circunstancias, no era una virtud. “Nuestro mundo no necesita almas tibias. Necesita corazones ardientes que sepan cómo poner la moderación en el lugar que le corresponde”.

Vemos aquí otra referencia de Camus a los “corazones”, al igual que hace luego en El Hombre rebelde cuando habla de “corazones mediocres, extremados, y grandes corazones”. Aquí los corazones ardientes parecen identificarse con los extremados. Pero la apuesta final de Camus no es esta, no es la de su toma de posición durante el primer años de las purgas, sino la de los “grandes corazones”, como expondrá en El Hombre rebelde. En todo caso, esa insistencia en los “corazones” quizá nos ponga en guardia de que nunca pierde de vista el aspecto humano y pragmático de toda postura teórica.

Camus modifica su punto de vista sobre la depuración[79] y reconoce que ya no hay que insistir en la justicia. La depuración no ha sido más que una estrategia en manos de corrientes políticas, sobre todo de los comunistas. Hubiera hecho falta una escala de sanciones y de grados de culpabilidad, una articulación entre una ley de excepción y una política de amnistía. Y acaba escribiendo “Vemos ahora que el Sr. Mauriac tenía razón: vamos a necesitar caridad”[80].

Días después de esto, Camus se tomó una excedencia de su trabajo en Combat. La familia de Camus atestigua que Camus se paso la noche del 25 de enero dando vueltas por su habitación preguntándose cómo responder a la solicitud de firmar contra la muerte de Brasillach. Al final de sus deliberaciones, Camus regresó a su convicción de antes de la guerra. Nunca hay que matar a un ser humano en nombre de un principio abstracto. Así, se aparta de la posición que mantuvo en la primera fase de la purga, con Pucheu, y acaba firmando, desencantado, la petición de gracia de Brasillach.

Y lo hace aplicando el mismo razonamiento que antes con Pucheu (al que acusó de falta de imaginación y al que condenó en plena luz de imaginación), pero al revés, pues un hombre con imaginación, “el escritor condenado a entender, no puede ser un asesino”[81].

En resumen, Camus opone a una justicia “pura” (nihilista, como la del sistema comunista), una justicia “modesta”, consciente de sus límites y de las debilidades que le aquejan comunes a las del acusado[82].

Así, escribe en Carnets en 1944: “¿El indulto? Debemos servir a la justicia porque nuestra condición es injusta, contribuir a la felicidad y a la alegría porque este universo es desdichado”[83].

En conclusión, podemos resumir la postura de Camus en torno a los temas suscitados por la ocupación y la liberación de Francia con estas palabras: “Titubeó un momento durante las primeras fases de la purga, aunque paradójicamente lo hizo en nombre de la imaginación moral. Pero pronto vio con claridad las contradicciones de su postura, tan claramente que, en 1945, declaró que ‘la palabra purga ya es bastante lamentable por sí misma. Y lo que describe se ha vuelto odioso’. El poder de la abstracción había arrastrado a muchos otros, pero Camus, que era un novelista y un moralista, se aferró con fuerza a las particularidades de la situación humana” [84].

 

La condena del estalinismo y Ni víctimas ni verdugos

 

El compromiso de Camus con la acción puede ejemplificarse con su participación en el Groupe de Liaison internationale, desde finales de 1948 hasta el otoño de 1950, de inspiración libertaria e internacionalista, cuyo objetivo es aportar ayuda a las víctimas del estalinismo, del franquismo y de las democracias populares[85].

El movimiento revolucionario bolchevique tiene su genealogía en la larga historia de las rebeliones metafísicas contra la condición humana[86].

Ya antes de escribir El Hombre rebelde, Camus publica en Combat, del 19 al 30 de noviembre de 1946, ocho artículos, agrupados bajo el título de Ni víctimas ni verdugos, recogidos en Crónicas 1944-1948, donde condena el nazismo y el marxismo como ideologías asesinas y utopías absolutas, a las que añade el liberalismo. No es que repudie toda forma de violencia, sino sólo lo que Camus llama violencia confortable, las instituciones de la violencia. Lo que hay que hacer, señala en estos artículos, es definir las condiciones de un pensamiento político modesto, es decir, despojado de todo mesianismo y sin la nostalgia del paraíso terrestre. Se pronuncia por una revolución a escala internacional, por una democracia internacional con parlamento mundial y elecciones mundiales, por una puesta en común de todos los recursos mundiales (el petróleo, el carbón, el uranio). Preconiza la creación en cada país de comunidades de trabajo y comunidades de reflexión. Para asegurar el orden universal sólo hay dos medios. El primero, que el mundo se unifique desde arriba por un Estado más poderoso que los otros. El segundo es el acuerdo mutuo de todas las partes[87].

Camus pide la solidaridad de las naciones para establecer un nuevo orden internacional que deberá ser universal o no lo será. Sería una revolución donde habría que colectivizar y redistribuir los recursos del mundo. Es una utopía, pero una utopía relativa[88]. Este nuevo orden internacional se apoyaría no en los gobiernos sino en los pueblos, convertidos en actores a tiempo completo. Y pide un código de justicia internacional cuyo primer artículo sería la abolición de la pena de muerte.

Es en el periódico La Gauche, del RDR (Rassemblement Démocratique Révolutionaire) en el que Camus escribe que los campos formaban parte del aparato de Estado, en Alemania, y que forman parte del aparato de Estado en la Rusia soviética, y que no hay razón en el mundo, histórica o no, progresiva o reaccionaria, que pueda hacerle aceptar el hecho revolucionario[89].

 

El proceso de Camus y la Defensa del Hombre rebelde

 

Cuando Camus publica El Hombre rebelde en 1951, el estalisnimo está en su zénit. La réplica de Francis Jeanson al libro de Camus, aparecida en Temps modernes, bajo el auspicio de Sartre, aparece en mayo de 1952, “veinte páginas de una violencia inusitada” como las califica Tood[90]. Camus descubre, según Jeanson, una moral de la Cruz Roja, que se complace en la melancolía de las almas bellas (recordemos que para Hegel un “alma bella, en su inútil intento de permanecer pura en el lodazal de la historia, inevitablemente se desautoriza ella misma[91]). Camus por su parte replicó contra Sartre “estoy cada vez más harto de verme a mí mismo, y especialmente a veteranos militantes que nunca han rehuido las luchas de su propia época, recibiendo lecciones de eficacia de críticos que no han hecho más que apuntar sus asientos en la dirección de la historia”[92]. La respuesta de Sartre a Camus es de extrema violencia, al que le dice que ha hecho su Termidor.

Analicemos ahora más detenidamente la Defensa del Hombre rebelde. Como señala Zirión[93], la Defensa del Hombre rebelde puede considerarse la última palabra de Camus acerca de los temas surgidos durante la polémica que siguió a la publicación de El Hombre rebelde en 1951. Se trata de un texto que Camus no publicó, terminado en noviembre de 1952. El título se lo da Quilliot cuando lo incluye en Essais. Camus lo llamó Post-scriptum à l’Homme révolté en un manuscrito, y Le nihilisme contre la révolte, en otro[94].

El propósito de Camus es, como seña Weyembergh en el Diccionario Albert Camus[95], mostrar que El Hombre rebelde ha surgido de las dificultades vividas profundamente en el plano personal por el mismo Camus, pero siendo que reflejan la problemática general de la época: cómo actuar cuando las morales existentes (cristiana, burguesa y marxista) no dan respuesta aceptable y convincente. Aquí corroboramos lo que es la premisa de nuestro ensayo, el paralelismo entre pensamiento y acción sublevada en el escritor de Mondovi. En este sentido escribe Lottman: “Lo dudó, y, finalmente, decidió no publicarlo, aunque se tratara de un relato imparcial sobre su proceso mental y su trabajo en un libro controvertido, resultado de la experiencia vivida y la reflexión”[96]. En palabras del propio Camus, que demuestran que El Hombre rebelde refleja una experiencia personal de valor universal: “me guardaría de decir, finalmente, que las conclusiones de esta experiencia, cuyo carácter personal quiero subrayar, tienen valor universal. El Hombre rebelde no propone ni una moral en forma ni una dogmática. Afirma solamente que es posible una moral y que ésta cuesta cara”[97].

De ahí la pertinencia de conjugar en un ensayo como este tanto el aspecto teórico de la obra camusiana como su propio recorrido vital, si quiera someramente. Y la apuesta de Camus es la de que hay que “conservar siempre intacto el principio de rebeldía que le ha dado nacimiento, así como la rebelión misma tiene necesidad de una prolongación revolucionaria para encontrar un cuerpo y una verdad. Cada una, para terminar, es el límite de la otra”[98].

Es en este manuscrito, en su Defensa, donde Camus describe claramente de nuevo que hay que pasar de la rebelión individual a la revolución colectiva, pero moderada; escribe: “he dicho simplemente que la rebelión sin la revolución termina lógicamente en un delirio de destrucción y que el rebelde, si no se subleva por todos, acaba por alcanzar un extremo de soledad en el cual todo le parece permitido. Inversamente, he intentado demostrar que la revolución privada del control incesante del espíritu de rebelión acaba por precipitarse en un nihilismo de la eficacia y desemboca en el terror”[99].

 

CONCLUSIONES

 

Concepto de revolución.

 

Para Camus la revolución es una cruzada metafísica desmesurada, es la consecuencia lógica de la rebelión metafísica. Pero la revolución no es posible, pues “si hubiese una sola vez revolución ya no habría historia. Habría unidad dichosa y muerte saciada”[100].

Precisamente lo que Camus hace en El Hombre rebelde es explicitar los fundamentos filosóficos de su crítica del marxismo, que se basa en el rechazo del historicismo[101]. Para Camus, el historicismo tiende a justificar el estado de hecho, los males del presente se presentan como medios que preparan un bien ulterior. El marxismo, en nombre del establecimiento de una sociedad comunista, usa medios como el de la revolución, que suponen la violencia y el asesinato.

Lo que Camus critica no es la revolución en sí misma, sino su esclerotización, la mistificación que de ella del ha hecho el comunismo, el marxismo, el leninismo, el estalinismo. Critica que una doctrina dogmática quiera transformar la realidad por la fuerza y por medio de una organización que excluye otras alternativas erigiéndose en intérprete de los intereses del pueblo justificando el asesinato. Critica la transformación de la revolución rusa en un Estado totalitario y terrorista.

Como escribe en marzo de 1936 en sus Carnets: “Grenier, a propósito del comunismo: toda la cuestión estriba en esto: ¡por un ideal de justicia hay que aprobar necedades? Se puede responder sí: es hermoso. No: es honesto”[102].

Precisamente, la controversia en torno al concepto de revolución en Camus es focalizada por los colaboradores de Les Temps Modernes, que reivindican en la discusión con Camus el concepto de revolución como punto de referencia del discurso revolucionario en cuanto representación teórica completamente distanciada del discurso de Camus.

Pese a que critica el concepto de revolución y defiende el concepto de rebelión, proclama su admiración por Alfred Rosmer, del que dice que fue un hombre que adhirió sin reserva la gran experiencia de la revolución comunista, supo reconocer su perversión y sin embargo nunca tomó como pretexto su fracaso para condenar la empresa misma de la revolución. Y Camus está con Rosmer en esa nostalgia de las revoluciones sinceras, como la de Kaliayev, podernos agregar nosotros, que mantiene la tensión de la rebelión original, y llega a decir que “no hay que ser de los que insultan la revolución en sí misma y se apresuran a ver en todo nacimiento un aborto”[103].

Y es que para Camus son gente como Rosmer y como Nicolas Lazarévitch, obreros y no filósofos de salón, lo que simbolizan la esperanza revolucionaria no corrompida.  Con sus camaradas, quiere hacer la agrupación realmente internacional y desarrollar la parte positiva (la ayuda mutua) antes que la parte negativa (política), pero no desprecia los logros de la democracia burguesa, no cree que pueda prescindirse de las libertades “formales” en nombre de las libertades “reales”. “Sin la garantía constitucional de la libertad política, la economía colectivista amenaza con absorber toda la iniciativa y todas las expresiones individuales”[104]. Con ellos forma el antes citado Groupe de Liaison internationale, que anuncia una para-sociedad civil irrigada por una red internacional, tal que las ONG como Amnistía Internacional hoy en día[105].

Y es que para Camus, lo que hay que reivindicar es una “revolución rebelde” tal como la de la Comuna, cuando el proletariado no ha luchado y muerto para dar el poder a militares o intelectuales, futuros militares, que los han esclavizado a su vez, en una lucha que ha constituido su dignidad[106].

En definitiva, el concepto de revolución que maneja Camus es diferente del de los existencialistas que dicen que “hay un progreso de la rebelión a la revolución y que el rebelde no es nada si no es revolucionario”. Para Camus,  “si hemos llegado al momento en que la rebelión alcanza su contradicción más extrema al negarse a sí misma, entonces se ve obligada a perecer con el mundo”, del mismo modo en el que Kaliayev se dirige a la horca, agregamos nosotros. Camus es consciente de la contradicción del concepto de rebeldía que propone, una contradicción que crece sin cesar. “El revolucionario es, al mismo tiempo, rebelde o ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la rebelión. Pero si es rebelde, termina alzándose contra la revolución. Por lo tanto, no hay progreso de una actitud a otra, sino simultaneidad y contradicción que crece sin cesar” [107].

Camus incluso huye de situarse al lado de aquel que como Kravchenko se ha beneficiado del régimen estalinista. “Elegir la libertad hoy en día no es hacer como un Kravchenko, pasar del estado de beneficiario del régimen soviético al de beneficiario del régimen burgués”[108].

Camus, en nuestra opinión, encarna la posición de un sueño, el de Los Justos, un tiempo que Quilliot define como el de un tiempo en el que el combate no era imposible para los puros, para los revolucionarios que rechazan el cinismo deliberado. En este sentido, Quilliot se pregunta qué harían los Justos en nuestra época, cuando su gesto asesino es miles de veces repetidos por todo el mundo[109].

 

Un asesino delicado de estirpe libertaria

 

En cualquier caso, para ir acabando este ensayo podemos recordar una última idea expresada por Camus en ese texto que es conocido como Defensa del Hombre rebelde. Quizá la tragedia de cada hombre, tanto como sentirse a veces sólo, es no poderlo ser realmente. Pero finalmente está bien tener necesidad de los otros. De ellos nos sirve no sólo su amor sino también su hostilidad. Cada adversario es una de nuestras voces interiores que es preciso que escuchemos para corregir, adaptar o reafirmar esas cuantas verdades que nosotros entrevemos. Un día, se produce la escucha mutua. “Se forja entonces algo que es nuestra conciencia común sobre la que se edificarán, otro día, las obras de cada uno, por las cuales cada uno será juzgado. Nada es inútil”[110].

Quizá la mejor definición de la postura de Camus la haya dado él mismo en sus Carnets, en su Cuaderno VI (abril de 1948-marzo de 1951), cuando escribe: “Prólogo. Llamarse revolucionario y, por otra parte, rechazar la pena de muerte (citar prólogo de Tolstoi; no se conoce suficientemente este prólogo de Tolstoi, que a mi edad se lee con veneración), la limitación de las libertades, y las guerras, es no decir nada. Por tanto, hay que declarar que no se es revolucionario, sino, más modestamente, reformista. Un reformismo intransigente. En fin, bien considerado todo, puede uno llamarse rebelde”[111].

Y es que Camus, como Kaliayev, ve a sus víctimas. Los justos, los asesinos delicados, los revolucionarios que ponen límites a la violencia, tienen límites morales, y sólo pueden dar legitimidad política a su violencia a costa de su sacrificio. Si se llega a matar, hay que morir. Camus no llegó a ello, pero si hubiera cruzado el Rubicón, si hubiera llegado a matar inocentes, si hubiera autorizado la violencia sin límites (de ahí su cambio de postura en las depuraciones posteriores a la liberación de París), si se hubiera aceptado que el fin legitima los medios, y no al contrario, hubiera pedido que se le colgara, como Kaliayev.  Como no lo hizo, no se tiene por revolucionario, sino por rebelde, bien considerado todo.

Su admiración por los justos, los asesinos delicados, es indudable, y Kaliayev es el portavoz ideal de los desgarros personales del escritor. Es en este sentido en el que creemos poder decir que Camus era uno de estos asesinos delicados. Un asesino en potencia, pero asesino, pues no era ajeno a la necesidad del uso de la violencia, aunque pusiera el acento en su limitación.

La conclusión de nuestro ensayo va de la mano de la de Jeffrey Isaac[112]. Los Justos dramatiza la tensión que supone la rebeldía tal como la expone Camus en El Hombre rebelde, representando a través del diálogo la afirmación de la humanidad y la credibilidad de los diferentes (y contradictorios) protagonistas.  Pero eso no significa que Camus no tome partido. Toma el partido de Kaliayev. Ni la consecución de la justicia, ni los mismos justos, deben eximirse de la exigencia de justicia. Este punto de vista no es sólo el de las obras teatrales de Camus, sino también el de sus ensayos políticos. Que el tema sea la justicia criminal o la pena capital, la purga de los colaboracionistas, la lucha justificada contra el totalitarismo o los sucesos de Argelia, el leitmotiv de Camus en sus escritos es la consecución de la justicia se convierte en injusta cuando demoniza a los adversarios y glorifica al justo.

Si este ensayo contribuye a que se conozca algo más la obra de Camus, el rebelde, y no sólo el absurdo o el existencialista (sic) enemistado con Sartre, nos daremos por sobradamente satisfechos.

Camus no es un asesino inocente como Meursault en El Extranjero[113], sino, es la tesis de este ensayo, un asesino delicado. No es un asesino absurdo, sino un asesino rebelde. O quizá sea los dos, pues bien es cierto que ambos aceptan morir de alguna manera por autenticidad, por haber violado la regla de no matar, por creer en una comunidad moral que duda de ella misma.

Quizá si Camus no se hubiera quedado en la carretera el 4 de enero de 1960[114], si hubiera completado su programado tercer ciclo en torno al amor, hubiera podido morir sin rebeldía, como el Jacques Cormery de El Primer Hombre que le pide a la vida que le dé, con generosidad infatigable, “razones para envejecer y morir sin rebeldía”[115], como Ulises, suspendiendo su rebelión prometeica para poder alcanzar mejor la paz interior[116]; pero, de hecho, el legado que hemos analizado en este ensayo es el de El Hombre rebelde, y en ese legado imaginamos un Camus que tiene mucho de Kaliayev.

La finalidad de nuestro ensayo no ha sido en cualquier caso la de reclamar a Camus frente a otras tradiciones revolucionarias o emancipatorias, sino la de someter a examen su pensamiento para comprenderlo, cosa no siempre fácil debido a las querellas que arrastra desde los tiempos del existencialismo, los sartrianos y la guerra de Argelia. Incluso hoy en día sus biógrafos, sus familiares, la casa Gallimard, sus exégetas y las diferentes corrientes políticas francesas y argelinas hacen difícil la comprensión cabal de su pensamiento.

Cierto es empero que una vez estudiado cabe reclamarlo como referente en una comprensión del concepto de revolución desde la izquierda democrática. Una revolución que deberá no caer en fanatismos históricos, en ideologías maniqueas, en justificación de la represión y del asesinato estatal. Una revolución que habrá de ir al fondo de las reformas, propugnando una mejora de la calidad y dignidad de vida de los ciudadanos desde una perspectiva local y democrática. Una revolución que deberá superar el paradigma del Estado y cuyos fines no podrán justificar los medios, manteniéndose al lado del espíritu libertario de Marx: “un fin que necesita medios injustos no es un fin justo”.

Cuando se produce la liberación de París Camus señala que nada está hecho y que el combate efectivamente es para mandar en el mañana, pero no por el poder, sino por la justicia, no por la política, sino por la moral, no por la dominación de su país, sino por su grandeza. Liberación de Paris de los alemanes, sí, pero para hacer qué. Rechazo de la legitimidad de la nación argelina para ser independiente, pero compromiso a favor de la justicia y deseo de tregua. En ambos casos se ve en Camus la búsqueda del fondo de justicia social más allá de los inevitables enfrentamientos entre naciones. La violencia puede existir, existe, en inevitable, pero no podemos asumirla, justificarla e institucionalizarla. Esta advertencia puede ser todavía reclamada por parte de la izquierda.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Libros

 

 

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Otros 

 

Entrevista a Roger Granier : Quand Albert Camus était le porte-drapeau de « Combat ». http://www.telerama.fr/livre/le-porte-drapeau-de-combat,50863.php

http://www.diariodealcala.es/opinion/entre-libros-anda-el-juego/item/4143-albert-camus-muerte-en-la-carretera

Actes du 3ème colloque international de Poitiers, Pont-Neuf (Poitiers), 2001.

 

 

 

 


[1] Como señala Julibert, “la dimensión práctica de la filosofía camusiana no sólo implica que su obra filosófica es en buena medida su vida, sino también que sus obras no son meros ejercicios literarios, ni siquiera intelectuales. Son el testimonio de esa voluntad de convertirse en una persona, las elaboraciones de la propia experiencia mediante las cuales se ensaya ese propósito”.

JULIBERT E., “Pasar entre los hombres”, en Turia nº 107, INO, Zaragoza, junio-octubre 2013, p. 152.

[2] CAMUS A., Obras Vol. 1, El mito de Sísifo, Un razonamiento absurdo, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1996, p. 258.

[3] CAMUS A., Obras Vol. 1, El mito de Sísifo, Un razonamiento absurdo, Op. Cit., p. 223.

[4] CAMUS A., Obras Vol. 1, El mito de Sísifo, Un razonamiento absurdo, Op. Cit., p. 223.

[5] CAMUS A., Obras Vol. 1, Carnets, 1, Cuaderno 1, Op. Cit., p. 468.

[6] CAMUS A., Obras Vol. 1, Carnets, 1, Cuaderno 1, Op. Cit., p. 485.

[7] CAMUS A., Obras Vol. 3, Crónicas 1948-1953, Perseguidos-perseguidores, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1996, p. 366.

[8] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 343.

[9] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo III de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 279.

[10] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo I de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 32.

[11] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 332.

[12] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo III de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 248.

[13] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo III de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 282.

[14] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo IV de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 291.

[15] LÉTOURNEAU K., « Albert Camus, au-delà du nihilisme », en Phares, Revue philosophique étudiante de l’Université Laval, volume 9, 2009.

[16] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 345.

[17] CAMUS A., Obras Vol. 3, El exilio de Helena, de El Verano, Op. Cit., p. 573.

[18] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo I de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 37.

[19] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 339.

[20] CAMUS A., Obras Vol. 2, Crónicas, 1944-1948, El no creyente y los cristianos, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1996., p. 752.

[21] CAMUS A., Essais, Éditions Gallimard et Calmann-Lévy, 1965,  p. 1669.

[22] En este sentido, Parkes reclama que Camus, como Foucault, practica una ética de sí, una hermenéutica del sujeto que se enmarca en una filosofía de vida: “much more work has recently focused on Foucault’s later works on the self –not so much a reclamation of Foucault for humanism (or vice versa), but as an explication of these works, steeped in scepticism and critical inquiry, emerge as part of, rather opposed to, the Enlightenment project. When combined with Camus’s work, beginning with The Myth of Sisyphus through to The Fall, we can see evidence of a different path than one trod by identity politicians and postmodernists in the eighties and nineties. It is not a path of transcendent liberation, but one of self-reflexive evisceration, a transformation that sees Foucault and Camus understanding the role of an aesthetic philosophy of life, a lived philosophy that never settles for simple answers”.

PARKES G., “Putting it together: Albert Camus, Michel Foucault and an ethics of the self”, University of Bucharest Review, Vol. X, nº 2, 2008, p. 70.

[23] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 358.

[24] CAMUS A., Obras Vol. 3, Introducción a El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 19.

[25] CAMUS A., Obras Vol. 4, Carnets, 2, Cuaderno V, Alianza editorial, S.A., Madrid, 1996, p. 232.

[26] Para Chabot, lo que mejor clarifica la moral de Camus es el análisis sin complacencia que hace de la obra de Sade y su inapelable condena del sadismo. El éxito de Sade en nuestra época se explica por el sueño contemporáneo de la libertad total y la deshumanización operada fríamente por la inteligencia. En ese sentido, el marqués fue un precursor y apologista anticipado del nazismo (terror irracional) y del estalinismo (organización racional del terror irracional, racionalidad pervertida). Para Camus, Sade representa el “hombre de letras” perfecto, en el mal sentido del término, pues para él la literatura es puro divertimento amoral descomprometido de toda responsabilidad vis a vis de terceros. Y la “gente de letras” no le han perdonado a Camus su lapidaria conclusión: Prometeo acaba en Onan.

CHABOT J., Albert Camus, « La pensée de midi », Edisud, Aix-en-Provence, 2002, p. 138.

[27] GRENIER R., Albert Camus : soleil et ombre, une biographie intellectuelle, Gallimard, Pais, 1987.

[28] CAMUS A., Essais, Op. Cit.,  p. 1610.

[29] CAMUS A., Obras Vol. 4, Carnets, 2, Cuaderno VI, Op. Cit., p. 346.

[30] CAMUS A., Obras Vol. 1, Carnets, 1, Cuaderno IIIOp. Cit., p. 590.

[31] CAMUS A., « Remarque sur la révolte », en Métaphysique nº 1, Les Éditions Gallimard, Paris, 1945.

http://classiques.uqac.ca/classiques/camus_albert/remarque_sur_la_revolte/remarque_sur_la_revolte.html

[32] CAMUS A., Essais, Op. Cit.,  p. 1618.

[33] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo I de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 31.

[34] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo I de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 38.

[35] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo I de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 39.

[36] MÁLISHEV M., “Albert Camus: de la conciencia de lo absurdo a la rebelión”, Ciencia Ergo Sum, noviembre, 2000-Febrero 2001, volumen 7, número tres, p. 241.

[37] CANO G., “Camus, el hombre sin resentimiento”, en Turia nº 107, Op. Cit., p. 224.

[38] TELLO J. A., “Biocronología de Albert Camus”, en Turia nº 107, Op. Cit., p. 249.

[39] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., pp. 222 y 223.

[40] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 237.

[41] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 248.

[42] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 270.

[43] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 273.

[44] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 204.

[45] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 201.

[46] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 207.

[47] CAMUS A., Obras Vol.3, Capítulo III  de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 208.

[48] SAVINKOV B., Souvenirs d’un terroriste, Payot, Paris, 1934.

[49] FEUILLADE L., LAZAREVICH N., PARAIN B., Tu peux tuer cet homme: Scènes de la vie révolutionnaire russe / Textes choisis, traduits et présentés par Lucien Feuillade et Nicolas Lazarévitch ; Avertissement de B. Parain. Espoir, Paris, 1950.

[50] GUÉRIN J., “Justes”, en GUÉRIN Dictionnaire Albert Camus, Robert Laffont, Paris, 2009, p. 460.

[51] CAMUS A., Obras Vol. 2, Acto segundo de Los Justos, Op. Cit, p. 119.

[52] CAMUS A., Obras Vol. 2, Acto segundo de Los Justos, Op. Cit., p. 115.

[53] MOREL J.P., “Russie”, en GUÉRIN Dictionnaire Albert Camus, Op. Cit., p. 814.

[54] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 329.

[55] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 330.

[56] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 334.

[57] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 337.

[58] CAMUS A., Obras Vol. 4, Carnets, 2, Cuaderno IV, Op. Cit., p. 205.

[59] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 338.

[60] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 340.

[61] CAMUS A., Obras Vol. 2, Crónicas 1944-1948, Primera respuesta a Emmanuel D’Astier de la Vigerie, Op. Cit., p. 731.

[62] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 342.

[63] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit.,  p. 345.

[64] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit.,  p. 346.

[65] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit.,  p. 347.

[66] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit.,  p. 355.

[67] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit.,  p. 357.

[68] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo V de El Hombre rebelde, Op. Cit.,  p. 358.

[69] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 63.

[70] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 77.

[71] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 80.

[72] ONFRAY M., L’Ordre libertaire, la vie philosophique d’Albert Camus, Flammarion, 2012, p. 295.

[73] CNE: siglas de “Comité nacional de edición”, que preconiza la depuración literaria.

[74] LOTTMAN H., Albert Camus, Op. Cit., p. 378.

[75] Ibíd., pp. 295-296.

[76] Respecto a la atribución de otros artículos de Combat a Camus a parte de los que positivamente se han identificado como suyos según Lottman, uno de los cuales es efectivamente el titulado “Durante tres horas han estado fusilando a franceses”, caben diferentes interpretaciones, como señala Lottman en su biografía sobre Camus en nota a pie de página.

LOTTMAN H., Albert Camus, Op. Cit., p. 561.

[77] Ibíd., p. 298.

[78] SALAS D., Op. cit., p. 41.

[79] SALAS D., Op. Cit., p. 42.

[80] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 84.

[81] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 87.

[82] SALAS D., Op. Cit., p. 47.

[83] CAMUS A, Obras Vol. 4, Carnets, 2, Cuaderno IV, Op. Cit., p. 199.

[84] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 90.

[85] VANNEY PH., “Groupes de liaison internationale”, en GUÉRIN Dictionnaire Albert Camus, Op. Cit., p. 356.

[86] ITO T., “Temps”, en GUÉRIN Dictionnaire Albert Camus, Op. Cit., p. 874.

[87] CAMUS A, Obras Vol. 2, Crónicas 1944-1948, Ni víctimas ni verdugos, Democracia y dictadura internacionales, Op. Cit., p. 718.

[88] GUÉRIN J., “Ni victimes ni bourreaux”, en GUÉRIN J. Dictionnaire Albert Camus, Op. Cit., p. 611.

[89] Ibid., p. 612.

[90] TOOD O., Op. Cit., p. 563.

[91] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 126.

[92] ZARETSKY R., Op. Cit., p. 127.

[93] ZIRIÓN A, Op. Cit., p. 4.

[94] WEYEMBERGH M., “Défense de l’Homme révolté”, en GUÉRIN J. Dictionnaire Albert Camus, Op. Cit., p. 201.

[95] Ibídem.

[96] LOTTMAN H., Albert Camus, Op. Cit., p. 561.

[97] ZIRIÓN A, Op. Cit., p. 9.

[98] ZIRIÓN A, Op. Cit., p. 7.

[99] ZIRIÓN A, Op. Cit., p. 6.

[100] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo III de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 137.

[101] LÉTORUNEAU K., « Albert Camus, au-delà du nihilisme », en Phares, Revue philosophique étudiante de l’Université Laval, volume 9, 2009.

http://www.ulaval.ca/phares/vol9-09/texte08.html

[102] CAMUS A., Obras Vol. 1, Carnets, 1, Cuaderno 1, Op. Cit., p. 462.

[103] « Le difficile en effet est d’assister aux égarements d’une révolution sans perdre sa foi dans la nécessité de celle-ci. Ce problème est justement le nôtre ; c’est par là que le livre de Rosmer est actuel. Il traite directement d’un phénomène historique, la naissance et la dégénérescence des révolutions, qui est au centre de nos réflexions. Ne sommes-nous pas en même temps fils d’une révolution décrépite et témoins d’une révolution sclérosée en dictature militaire et policière ? Mais, justement, pour bien réfléchir à ce problème, il ne faut pas être de ceux qui insultent la révolution elle-même et qui se hâtent de voir dans toute naissance un avortement. Pour tirer de la décadence des révolutions les leçons nécessaires, il faut en souffrir, non s’en réjouir ».

ROSMER A., Moscou sous Lénine, Flore, Paris, 1953, Préface par Albert Camus, p. 3.

Haz clic para acceder a msl_pdf.pdf

[104] TOOD O., Op. Cit., p. 460.

[105] VANNEY PH., “Groupes de liaison internationale”, en GUÉRIN Dictionnaire Albert Camus, Op. Cit., p. 356.

[106] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo III de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 257.

[107] CAMUS A., Obras Vol. 3, Capítulo III de El Hombre rebelde, Op. Cit., p. 290.

[108] CAMUS A., Essais, Op. Cit.,  p. 797.

[109] QUILLIOT R., La mer et les prisons, essai sur Albert Camus, Gallimard, 1970, p. 216.

[110] ZIRIÓN A, Op. Cit., p. 10.

[111] CAMUS A, Obras 4, Op. Cit., p. 305.

[112] ISAAC J., « La tragédie et les ambiguïtés de la politique », en Je me révolte, donc nous sommes !, Cause commune,  Revue citoyenne d’actualité réfléchie #4, pp. 91-92.

De una manera general, Isaac hace una lectura positiva de la aportación de Camus al pensamiento; así, cuando escribe que Camus se inscribe junto con Arendt en la fundación intelectual de una moderna rebelión: « Both Camus and Arendt develop what might be called a political ethic of revolt, one that seeks to resuscitate the modern, universalist ideals of human autonomy and democratic self-governance by embedding them in an ethic of limits. Both, in other words, seek new intellectual foundations for a reconstruction of contemporary political life ».

ISAAC J., “Arendt, Camus, and Modern Rebellion”, New Haven: Yale University Press, p.104.

[113] SALAS D., Op. Cit., p. 83.

[114] Recientemente se han publicado en castellano parte de los diarios del escritor checo Jan Zabrana con el título de Toda una vida (Ed. Melusina). En ellos se reafirma que el accidente de Camus fue orquestado por la KGB y detalla incluso el procedimiento: un artefacto que segó uno de los neumáticos cuando rodaban a gran velocidad. Aclarando además que la orden procedía del ministro de Exteriores soviético al que Camus había acusado de las muertes ocurridas durante la represión de Hungría.

http://www.diariodealcala.es/opinion/entre-libros-anda-el-juego/item/4143-albert-camus-muerte-en-la-carretera

[115] CAMUS A, Obras Vol. 5, Segunda parte de El Primer hombre, Op. Cit., p. 654.

[116] SALAS D., Op. Cit.,, p. 119.

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Tras la virtud. MacIntyre.

Posted by forseti4y9 en 13 marzo 2013

A lo largo de este trabajo nos preguntaremos acerca de la tesis que mantiene MacIntyre en Tras la virtud (I), tesis que pasa por una crítica del emotivismo  y una denuncia del proyecto ilustrado (I.1) así como por una defensa de las virtudes aristotélicas (I.2) ; para luego apuntar algunos puntos débiles de su propuesta, a modo de crítica (II).

Epígrafe I. La tesis de MacIntyre en Tras la virtud.    

 

Para comenzar, hemos de tener en cuenta que, a grandes rasgos, la obra de MacIntyre objeto de este ensayo trata de presentarnos una teoría moral alternativa a la modernidad, una teoría que pasaría por la recuperación de la visión aristotélica de la polis y de su entendimiento de la justicia.

La crítica de MacIntyre podría enmarcarse en lo que se conoce como comunitarismo, frente al liberalismo.

Para ello, en primer lugar (I.1), este autor nos describe de manera crítica el estado del mundo actual, aquejado de un desorden en cuanto al lenguaje moral. Como señala Victoria Camps en el prólogo, “fracasa el proyecto ilustrado porque sólo produce ideales abstractos, que no se refieren a ningún escenario concreto y, en consecuencia, no convencen ni mueven a actuar”.

Y en segundo lugar (I.2), nos ofrece una propuesta alternativa para poner orden en el panorama socio-político. Pero una alternativa no universalizable. En palabras de Camps: “es posible una ética de las virtudes pero sólo con una condición: que renunciemos a hacerla universal. Las virtudes aristotélicas salieron de una comunidad específica: la democracia ateniense”.

Subepígrafe I.1. Crítica al emotivismo y denuncia del fracaso del proyecto ilustrado.

Analicemos más en concreto la crítica de MacIntyre al estado de desorden reinante en la moralidad y el lenguaje moral de la sociedad actual. Poseemos “simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones clave; pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral”[1].

Este desorden es similar al desorden que existe en el lenguaje de las ciencias naturales, y las filosofías analítica y fenomenológica no pueden detectar esos desórdenes en el pensamiento y en la práctica moral, por lo que el desorden moral permanece en gran parte invisible, sumidos todos en una condición que casi nadie reconoce, al menos completamente, pues el lenguaje y las apariencias de la moral persisten pese a que la moral ha sido fragmentada y parcialmente destruida.

En este contexto, lo que sucede es que el lenguaje moral contemporáneo sólo sirve para expresar desacuerdos, dentro de debates interminables en asuntos tales como la guerra, el aborto o la libertad, y no para afianzar un acuerdo moral de un modo racional. Este lenguaje del desacuerdo comparte unos rasgos: a) la inconmensurabilidad conceptual de las argumentaciones rivales; b) la presentación de los argumentos como racionales e impersonales; c) la ignorancia respecto de los contextos en los que se originaron los conceptos que conforman nuestro discurso moral actual.

Se podría pensar que estos rasgos no serían propios sólo de nuestra cultura sino que serían rasgos necesarios en toda cultura que posea un discurso valorativo, y que la doctrina adecuada para enfrentarnos a esta situación de hecho es la del emotivismo, entendiendo que los juicios morales no son más que expresión de preferencias. Es una doctrina que pretende dar cuenta de todos los juicios de valor cualesquiera que sean. Es el subjetivismo de la moral. Todo desacuerdo moral es interminable. Los juicios de valor son sólo expresiones de mis propios sentimientos y actitudes. No hay criterios impersonales.

Si MacIntyre pretende justificar racionalmente las normas morales, en cambio “esto es lo que el emotivismo niega. Lo que, en líneas generales, considero aplicable a nuestra cultura –que en la discusión moral la aparente aserción de principios funciona como una máscara que encubre expresiones de preferencia personal-, el emotivismo lo toma como caso universal. Además, lo hace en términos que no reclaman ninguna investigación histórica o sociológica de las culturas humanas. Pues una de las tesis centrales del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y que, en efecto, no hay tales normas”[2].

Así, la tesis de MacIntyre debe definirse en términos de enfrentamiento con el emotivismo.

En esta línea emotivista sitúa MacIntyre a Weber. Su retrato de la autoridad burocrática es un retrato emotivista. La autoridad burocrática no es otra cosa que el poder triunfante.

MacIntyre traza un paralelismo entre por un lado el yo emotivista, separado de sus entornos sociales y carente de una historia racional de sí mismo, y por otro lado las teorías emotivistas del juicio moral (stevensoniana, nietzscheana o sartriana). En ambos casos nos enfrentamos a algo que sólo es inteligible como producto final de un proceso de cambio histórico. Así, concluye el capítulo 3 diciendo que “esta transformación del yo y su relación con sus papeles, desde los modos tradicionales de existencia hasta las formas contemporáneas del emotivismo, no pudo haber ocurrido, por descontado, si no se hubieran transformado al mismo tiempo las formas des discurso moral, el lenguaje de la moral”.

En este sentido, ya en el capítulo 4, MacIntyre nos explicita su tesis de que fue el fracaso de la cultura en resolver sus problemas a la vez prácticos y filosóficos, el factor clave que determinó la forma tanto de los problemas de nuestra filosofía académica como de nuestros problemas sociales prácticos.

El proyecto ilustrado trata de dar una justificación de la creencia moral. El cambio en la cultura no es sólo secularización (protestantismo) sino también cambio en los modos de creer (justificación de la creencia moral).

Y la tesis de MacIntyre sigue explicitando que precisamente el trasfondo histórico de las dificultades de nuestra cultura es la ruptura de este proyecto.

En nuestra cultura moral hay un elemento de arbitrariedad, al confrontarse premisas morales incompatibles e inconmensurables y mandatos morales expresión de una preferencia, sin criterios entre esas premisas.

Kierkegaard supone un punto de inflexión en este sentido, como ya tuvimos oportunidad de comentar en las sesiones del curso de Máster. Para MacIntyre, en Kierkegaard hay una inconsistencia interna entre su concepto de elección radical y su concepto de lo ético (¿cómo lo que adoptamos por una razón puede tener autoridad sobre nosotros? Si lo ético tiene alguna base, ésta no puede venirle de la noción de elección radical).

A diferencia de Kierkegaard, que ve el fundamento de lo ético en la elección, Kant lo ve en la razón.

En definitiva, con MacIntyre vemos que fracasan todos los autores en su intento de encontrar y fundamentar las máximas morales (Kant en la razón, Kierkegaaard en un acto de elección, Diderot y Hume en el deseo y las pasiones).

La tesis de MacIntyre es que las argumentaciones de Kierkegaard, Kant, Diderot, Hume, Smith y similares fracasaron porque compartían ciertas características que derivaban de un determinado trasfondo común histórico, como herederos de un esquema de creencias morales muy peculiar.

Estos autores están de acuerdo en:

1-                      El contenido de los preceptos que constituyen la moral auténtica (por su pasado cristiano compartido):

El matrimonio y la familia.

El cumplimiento de las promesas y la justicia.

2-                      Debe haber una justificación racional de la moral.

3-                      Las reglas de la moral las aceptará cualquiera que posea la naturaleza humana (rasgo relevante de la naturaleza humana para Diderot y Hume: las pasiones; para Kant: la razón; para Kierkegaard: la toma de decisión fundamental).

La conclusión que se deriva es que cualquier proyecto de esta especia estaba predestinado al fracaso, por ser irreconciliables la concepción de las reglas de la moral y la concepción de la naturaleza humana.

El esquema moral antecedente, tanto en su versión clásica (la Ética a Nicómaco de Aristóteles) como en la teísta (Aquino, Maimónides, Averroes), presupone un mismo esquema triple: a) naturaleza humana tal como es; b) razón práctica; c) naturaleza humana tal como podría-ser si se realizara su telos.

Pascal, Kant, Hume, Diderot, Smith y Kierkegaard rechazan cualquier visión teleológica de la naturaleza humana.

Así, esquema triple anterior queda oscuro, pues ya no existe la noción de telos. Por tanto, la naturaleza humana tiende a desobedecer los mandatos de la moral. Discrepan entre sí. Son fragmentos incoherentes del esquema moral antiguo.

La tesis de Macnintyre es que los propios filósofos morales del XVIII se acercan al argumento de que no existe razonamiento válido que partiendo de premisas enteramente fácticas permita llegar a conclusiones valorativas o morales.

Filósofos morales posteriores formulan que ninguna conclusión moral se sigue válidamente según la lógica escolástica medieval de que “en un razonamiento válido no aparezca en la conclusión nada que no esté ya contenido en las premisas” (“ningún debe de un es”).

Pero eso no es cierto, pues hay varios tipos de razonamiento válido en cuya conclusión puede aparecer algún elemento que no esté presente en las premisas. Ejemplo: de la premisa ‘él es un capitán de barco’ la conclusión puede inferir válidamente ‘él debe hacer todo aquello que un capitán de barco debe hacer’.

Así, se puede redefinir la postura diciendo que se puede afirmar un principio cuya validez deriva, no de un principio lógico general, sino del significado de los términos clave empleados (conceptos funcionales como ‘reloj’ o ‘granjero’).

Cualquier razonamiento basado en premisas que recae sobre un sujeto definido mediante un concepto funcional, será una argumentación válida que lleva de premisas factuales a una conclusión valorativa.

Conclusión: Las argumentaciones morales de la tradición clásica aristotélica comprenden como mínimo un concepto funcional central, el concepto de hombre entendido como poseedor de una naturaleza esencial y de un propósito o función esenciales.

Dentro de la tradición clásica, ‘hombre’ se mantiene como ‘buen hombre’. Ser hombre es desempeñar una serie de papeles.

Como en Aristóteles, que hay relación entre ‘hombre’ y ‘vida buena’.

Sólo cuando el hombre se piensa como individuo previo y separado de todo papel, ‘hombre’ deja de ser un concepto funcional.

La pérdida de posibilidad de justificación de las cuestiones morales señala un cambio paralelo en el significado de los modismos morales.

Señala la ruptura final con la tradición clásica y el fracaso decisivo del proyecto dieciochesco de justificar la moral dentro del contexto formado por fragmentos heredados, pero ya incoherentes, sacados fuera de su tradición.

Una vez que desaparece de la moral la noción de propósitos o funciones esencialmente humanas, comienza a parecer implausible tratar a los juicios morales como sentencias factuales.

En el lenguaje coloquial, los juicios morales son supervivientes lingüísticos de las prácticas del teísmo clásico, que han perdido el contexto de que estas prácticas los provenían. Ya no son juicios hipotéticos (pues no hay telos) ni categóricos (no hay ley ordenada por Dios), sino que tales sentencias se convierten en formas de expresión útiles para un yo emotivista, que al perder la guía del contexto en que estuvieron insertadas originariamente, ha perdido su senda tanto lingüística como práctica en el mundo.

La transición a la modernidad fue una transición doble, en la teoría y en la práctica, porque cada acción es portadora y expresión de creencias y conceptos de mayor o menor carga teórica; cada fragmento de teoría y cada expresión de creencia es una acción moral y política.

Y en la modernidad, por un lado, las ideas adquieren vida falsamente independiente, y por otro la acción política y social se presenta como un sin sentido peculiar.

Lo que se inventó fue el yo distintivamente moderno, el individuo, y debemos volver ahora sobre la pregunta de lo que añadió esta invención y cómo ayudó a dar forma a nuestra propia cultura del emotivismo.

En definitiva, la ruptura del proyecto ilustrado de justificación de la moral proporcionó el trasfondo histórico sobre el cual son inteligibles las dificultades de nuestra cultura.

En este sentido, la tesis de MacIntyre señala que el error es haber abandonado a Aristóteles y la base metafísica de la moral, y nos propone volver a Aristóteles, como pensamiento moral nacido en las sociedades heroicas de la Antigüedad que culminó en la civilización cristiana.

Veamos pues ahora la propuesta que nos presenta este autor para recuperar una ética de las virtudes.

Subepígrafe I.2. Defensa de una reposición de la ética de las virtudes.

Es claro el panorama desalentador que nos ha mostrado MacIntyre y su visión contemporánea del mundo predominantemente weberiana.

Podemos resumir la posición de nuestro autor con estas palabras: “Ha sido parte clave de mi tesis la afirmación de que el lenguaje y la práctica moral contemporáneos sólo pueden entenderse como una serie de fragmentos sobrevivientes de una pasado más antiguo y que los problemas insolubles que ello ha creado a los teóricos morales contemporáneos seguirán siendo insolubles hasta que esto se entienda bien. Si el carácter deontológico de los juicios morales es el fantasma de los conceptos de ley divina, completamente ajenos a la metafísica de la modernidad, y si el carácter teleológico es a su vez el fantasma de unos conceptos de actividad y naturaleza humanas que tampoco tienen cabida en el mundo moderno, es de esperar que se susciten continuos problemas de entendimiento o de asignación de un régimen inteligible a los juicios morales, refractarios a las soluciones filosóficas. Lo que aquí necesitamos no es sólo agudeza filosófica, sino también el tipo de visión que los antropólogos, desde su excelente puesto de observación de otras culturas, tienen y que les capacita para identificar supervivencias e ininteligibilidades que pasan desapercibidas para los que viven en esas mismas culturas”[3].

Así pues, MacIntyre parece sustraerse a esos problemas de entendimiento y adoptando esa visión antropológica de la que hablaba antes, nos descubre la cuestión crucial de las virtudes en las sociedades heroicas que analiza antes de entrar a analizar a Aristóteles: “La cuestión crucial: moral y estructura social son de hecho una y la misma cosa en la sociedad heroica. Sólo existe un conjunto de vínculos sociales. La moral no existe como algo distinto. Las cuestiones valorativas son cuestiones de hecho social”[4].

“Las estructuras clave son las del clan y las de la estirpe. En tal sociedad, un hombre sabe quién es sabiendo su papel en estas estructuras; y sabiendo esto sabe también lo que debe y lo que se le debe por parte de quien ocupe cualquier otro papel y rango”[5].

“Lo que es ajeno a nuestra concepción de la virtud es la íntima conexión en la sociedad heroica entre el concepto de valor y sus virtudes aliadas, por un lado, y por otro los conceptos de amistad, destino y muerte”[6].

Tal como vimos en el curso del Máster, una de los reproches que Tugenhadt hace a la ética del discurso es que confunde sistema político y sistema moral. En este sentido, las sociedades heroicas incurrirían en esta misma confusión.

Y la sociedad heroica es una sociedad de virtudes tales como la valentía, la amistad, la fidelidad, que forman un discurso humano que se enmarca en un destino como realidad social.

“La vida humana tiene una forma determinada, la forma de cierta clase de historia. No sólo los poemas y sagas narran lo que les ocurre a los hombres y las mujeres, sino que en su forma narrativa los poemas y sagas capturan una forma que estaba ya presente en las vidas que relatan”[7].

A esto se añade que la epistemología propia de las sociedades heroicas es la de un realismo consumado: “los personajes de la épica no tienen otros medios de observar el mundo humano y natural sino los provistos por las concepciones que informan su visión del mundo. Pero por la misma razón, no les cabe duda de que la realidad es tal como se la representan. Se nos presentan con una visión del mundo para la que reclaman la verdad. La epistemología implícita del mundo heroico es un realismo consumado”[8].

En definitiva, en contraste con la moral y estructura social de la sociedad heroica, la modernidad presenta una moral universal (la sociedad heroica en cambio tiene una moral singular y local) y una capacidad de elección de valores (la sociedad heroica al contrario presenta la virtud enmarcada en una tradición a la que no se puede escapar).

Aristóteles es entendido por MacIntyre como parte de una tradición, incluso aunque él no pueda darse cuenta de ello. Una noción de tradición del pensamiento que MacIntyre entiende así: “es central que el pasado no sea nunca algo simplemente rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado, en la cual el pasado, si es necesario y posible, se corrija y trascienda, pero de tal modo que se deje abierto el presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más adecuado”[9].

Y serán los sucesores de Aristóteles los que integren las virtudes aristotélicas con las formas narrativas de los autores épicos y trágicos. En todo caso, “es Aristóteles quien, con su interpretación de las virtudes, constituye decisivamente la tradición clásica como tradición de pensamiento moral”[10].

Con Aristóteles, “cada actividad, cada investigación, cada práctica apuntan a algo bueno; por ‘el bien’ o ‘lo bueno’ queremos decir aquello a lo que el ser humano característicamente tiende”. La naturaleza humana, como la de las otras especies, tiene “una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que tiene ciertos propósitos y fines a través de los cuales tienden hacia un telos específico”[11].

“Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese telos” […]. Pero el ejercicio de las virtudes no es un medio en este sentido para el fin del bien del hombre. Lo que constituye el bien del hombre es la vida humana completa vivida al óptimo, y el ejercicio de las virtudes es parte necesaria y central de tal vida, no un mero ejercicio preparatorio para asegurársela. No podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin haber hecho ya referencia a las virtudes”[12].

Y no debemos olvidar la insistencia de Aristóteles “en que las virtudes encuentran su lugar, no en la vida del individuo, sino en la vida de la ciudad y que el individuo sólo es realmente inteligible como politikon zoon[13].

El vínculo entre las virtudes y la ley es la virtud de la justicia. “Ser justo es dar a cada uno lo que merece; y los supuestos sociales para que florezca la virtud de la justicia en la comunidad son, por tanto, dobles: que haya criterios racionales de mérito y que exista acuerdo socialmente establecido sobre cuáles son esos criterios”[14].

En todo caso, para la aplicación de la razón y la justicia, el criterio el de “juzgar kata ton orthon logon”, o sea, “juzgar sobre más o menos, y Aristóteles intenta usar la noción de un punto medio entre le más y el menos para dar una caracterización general de las virtudes: el valor está entre la temeridad y la cobardía…” […] Así, la virtud central es la phrónesis. Phrónesis, como sophrosyne, es oridinariamente un término aristocrático de alabanza. Caracteriza a quien sabe lo que le es debido, y que tiene a orgullo el reclamar lo que se le debe. De modo más general, viene a significar alguien que sabe cómo ejercer el juicio en caso particulares”[15].

Y todas las virtudes están interrelacionadas en Aristóteles para saber la bondad de un individuo, bondad que supone una idea común del bien y su persecución, pues “la realización del bien humano presupone por descontado un margen amplio de acuerdo en esa comunidad acerca de los bienes y de las virtudes, y este acuerdo hace posible la clase de vínculo entre los ciudadanos que, según Aristóteles, constituye una polis. Ese vínculo es el vínculo de la amistad, y la amistad es ella misma una virtud”[16].

En cambio en la modernidad “’amistad’ ha llegado a ser en gran parte el nombre de un estado emocional, más que un tipo de relación política y social” […] En realidad, desde el punto de vista aristotélico, la sociedad política liberal moderna no puede parecer sino una colección de ciudadanos de ninguna parte que se han agrupado para us común protección. Poseen, como mucho, esa forma inferior de la amistad que se funda en el mutuo beneficio. Lo que les falta, el lazo de la amistad, está ligado al sediente pluralismo liberal de estas sociedades. Han abandonado la unidad moral del aristotelismo, ya sea en sus formas antiguas o medievales”[17].

En contra de esa perspectiva de la modernidad se encuentra la de Aristóteles y Platón, para quienes “todas las virtudes están en armonía con cada una de las demás y la armonía del carácter individual se reproduce en la del Estado. La guerra civil es el peor de los males. Para Aristóteles, como para Platón, la vida buena para el hombre es en sí misma simple y unitaria, por integración de una jerarquía de bienes”[18].

MacIntyre salva el problema de que Aristóteles defienda que algunos hombres sean esclavos por naturaleza, pues este no entendió ni la transitoriedad de la polis ni la historicidad en general, lo que hace que no pueda plantearse el que unos hombres puedan “pasar de ser esclavos o bárbaros a ser ciudadanos de una polis” […] Sin embargo, es cierto que estas limitaciones de la interpretación aristotélica de las virtudes no menoscaban necesariamente su esquema general de comprensión del lugar de las virtudes en la vida humana”[19].

Para MacIntyre, “el hombre sin cultura es un mito” y subraya el aspecto práctico del razonamiento y del ejercicio de las virtudes. “Ciertamente nuestra naturaleza biológica pone límites a toda posibilidad cultural; pero el hombre que no tiene más que naturaleza biológica es una criatura de la que nada sabemos. Sólo el hombre con inteligencia práctica (y ésta, como vimos, es inteligencia informada por las virtudes) es el que encontramos vigente en la historia. Y sobre la naturaleza del razonamiento práctico, Aristóteles proporciona otra discusión que es de relevancia crucial para el carácter de las virtudes. La descripción aristotélica del razonamiento práctico seguramente es correcta en lo esencial. Tiene un número de rasgos clave. El primero es que Aristóteles mantiene que la conclusión de un silogismo práctico es una clase concreta de acción”[20].

Según MacIntyre, la razón aristotélica no puede ser esclava de las pasiones. “La educación de las pasiones en conformidad con la persecución de lo que la razón teorética identifica como telos y el razonamiento práctico como la acción correcta que realizar en cada lugar y tiempo determinado, es el terreno de actividad de la ética”[21].

El propio MacIntyre reconoce a continuación que hay “un número de puntos en que la interpretación aristotélica de las virtudes puede ser seriamente puesta en cuestión (además de “su indefendible defensa de la esclavitud”). “La primera concierne a la manera en que la teleología de Atistóteles presupone su biología metafísica […] La segunda problemática concierne a la relación de la ética con la estructura de la polis […] En tercer lugar están las preguntas planteadas por el hecho de haber heredado Aristóteles la creencia de Platón en la unidad y armonía del espíritu individual y de la ciudad-estado, así como la consideración consiguiente de Aristóteles del conflicto como cosa a evita y controlar”[22].

Y en mi opinión, aunque con esto adelante alguna de las críticas que haremos a MacIntyre en el próximo epígrafe, la propuesta neoaristotélica de MacIntyre de la ética de las virtudes no logra superar estos puntos problemáticos. En primer lugar, ¿qué telos puede reemplazar válidamente a la biología metafísica? ¿Una comunidad local?; en segundo, superada la polis desde la perspectiva histórica, ¿cómo relacionar la ética con la estructura social? ¿con una sociedad atomizada en comunidades locales?; y por último, ¿es el conflicto necesario para aprender cuáles son nuestros fines y propósitos?.

Según MacIntyre, hay tres fases en el desarrollo lógico de una recuperación de la moral de las virtudes: a) la fase práctica; b) el orden narrativo de una vida humana única; y c) la tradición moral.

a)      “Por ‘práctica’ entendemos cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente”[23].

Como escribe Fernández-Llebrez, “MacIntyre se sitúa como defensor de una tradición en concreto: la que él mismo denomina como tradición de las virtudes. Los rasgos que la caracterizarían serán los siguientes: el concepto de unidad narrativa, el de virtudes y el de prácticas, y la relación de éstas, como medios, con los fines que se persiguen, lo que le llevará a hablar de bienes éticos internos y externos a las prácticas”[24].

Continúa Fernández-Llebrez: los bienes éticos internos “no hablan la misma lengua que la distinción liberal entre medios y fines, ya que los ‘medios internos a un fin dado no pueden caracterizarse, adecuadamente, con independencia de la caracterización de los medios’ existiendo cierta relación entre los medios y los fines que se persiguen. Ejemplos de estos bienes son la justicia, el honor y la valentía”.

Esto supone una diferenciación entre deber y virtud a la hora de definir qué son los fines. “En la idea de deber, la relación que se produce entre los medios y los fines es externa porque los bienes que la sustentan sólo tienen dicho valor. Sin embargo, en la idea de virtud (areté), los medios están interconectados con los fines porque aquellos son partes constitutivas de éstos”[25].

Es como en el ajedrez. Se trata  de que con su práctica se adquieran bienes internos a las prácticas, para la comunidad (como tener capacidad analítica y de estrategia), y no de adquirir bienes externos a las prácticas, para el individuo (como la fama). “Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiene a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes”[26]. Se trata de que ajuste mis movimientos ajedrecísticos a los modelos comunitarios que definen su práctica.

Insiste MacIntyre en que sin “un telos  que trascienda los bienes limitados de las prácticas y constituya el bien de la vida humana completa, el bien de la vida humana concebido como una unidad, ocurre que cierta arbitrariedad subversiva invade la vida moral y no somos capaces de especificar adecuadamente el contexto de ciertas virtudes”. Y reconoce que “para dar una descripción que sea a la vez adecuada a la tradición y más defendible racionalmente” hay que responder una pregunta, la de “¿es racionalmente justificable el concebir a cada vida humana como una unidad, es decir, que tenga sentido definirla como provista de su bien propio y, por lo tanto, podamos entender las virtudes como si su función consistiera en permitir que el individuo realice por medio de su vida un tipo de unidad con preferencia a otro?”[27].

El concepto del yo al que se refiere MacIntyre está en relación con el concepto premoderno de virtud: “un concepto de yo cuya unidad reside en la unidad de la narración que enlaza nacimiento, vida y muerte como comienzo, desarrollo y fin de la narración”[28].

b)      El individuo posee una unidad narrativa, lo que hace que su existencia tenga un carácter teleológico. “No hay  presente que no esté informado por alguna imagen de futuro, y ésta siempre se presenta en forma de telos –o de una multiplicidad de fines o metas- hacia el que avanzamos o fracasamos en avanzar durante el presente. Por tanto, la impredecibilidad y la teleología coexisten como parte de nuestras vidas; como los personajes de un relato de ficción, no sabemos lo que va a ocurrir a continuación, pero no obstante nuestras vidas tienen cierta forma que se autoproyecta hacia nuestro futuro. Así, las narraciones que vivimos tienen un carácter a la vez impredecible y en parte teleológico. Si la narración de nuestra vida individual y social ha de continuar inteligiblemente (y cualquier tipo de narración puede caer en la initeligibilidad), la continuación de la historia siempre estaré sometida a limitaciones, pero dentro de éstas la historia podrá continuar de mil maneras distintas”[29].

Así, las virtudes buscan no una mera práctica, sino la consecución de una “vida buena” al sentido aristotélico.

c)      La tradición moral es lo que nos marca qué es para alguien la “vida buena” en un momento y sociedad determinada: “todos nosotros nos relacionamos con nuestras circunstancias en tanto que portadores de una identidad social concreta”, como primo, ciudadano, miembro de una nación, “como tal, heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral. Confieren en parte a mi vida su propia particularidad moral”[30].

“Así pues, yo soy en gran parte lo que he heredado, un pasado específico que está presente en alguna medida en mi presente. Me encuentro formando parte de una historia y en general esto es afirmar, me guste o no, lo reconozca o no, que soy uno de los soportes de una tradición”[31].

En el liberalismo, “puesto que la virtud se entiende por lo general como la disposición o sentimiento que producirá en nosotros la obediencia a ciertas reglas, el acuerdo sobre cuáles sean las reglas pertinentes será siempre una condición previa del acuerdo sobre la naturaleza y contenido de una virtud concreta. Pero, como ya he subrayado en la primera parte de este libro, el previo acuerdo acerca de las reglas es algo que nuestra cultura individualista no puede asegurar”[32].

Y bien, una vez recuperada la moral de las virtudes, ¿en qué sociedad es en la que está pensando MacIntyre? obviamente sería una sociedad con una filosofía política y moral muy diferente a la nuestra. La respuesta que encontramos es que frente a la propuesta de la modernidad, del liberalismo,  la propuesta de MacIntyre de recuperar la ética de las virtudes aristotélica pasaría por la construcción de formas locales de comunidad: “Lo que importa ahora es la construcción de formas locales de comunidad, dentro de las cuales la civilidad, la vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a San Benito”[33].

Como señala en otro momento: “En qué debería consistir nuestra actividad política? Esta es mi respuesta: en la construcción y promoción en el ámbito local de formas de comunidad y de relaciones sociales basadas en la actividad práctica, en las cuales –y a través de las cuales- se consiguen los bienes inmanentes a las prácticas. La creación y conservación de relaciones comunitarias en la casa, la granja, la vecindad, el lugar de trabajo, la escuela, la parroquia y la clínica, son actividades con fines inmanentes a ellas mismas”[34].

Y en el propio Tras la virtud también se lee: “Podríamos considerar ejemplos modernos de tal proyecto [el de fundar una comunidad para alcanzar un proyecto común y originar algún bien reconocido como bien compartido por todos cuantos se empeñan en el proyecto] la fundación y mantenimiento de una escuela, un hospital o una galería de arte; en el mundo antiguo, los ejemplos típicos serían un culto religioso, una expedición o una ciudad”[35].

Podríamos resumir la posición de MacIntyre como la de un neoaristotélico o neotomista, según nos indica Fernández-Llebrez, para quien “En los Estados modernos no es posible desarrollar esta idea de justicia porque éstos se caracterizan por representar lo que MacIntyre denomina como individualismo burocrático: una mezcla de derechos individuales más gobierno administrativo weberiano, pero sin capacidad para apelar a un bien común comunitario. Es esta consideración sobre los Estados lo que le llevará a desplazar su concepto de justicia del ámbito político clásico al de las pequeñas comunidades (como la familia o los grupos religiosos ortodoxos)”[36].

Pues bien, creemos que MacIntyre no justifica adecuadamente que ese telos aristotélico nos permita dar una respuesta adecuada a las miserias de la modernidad que adecuadamente nos muestra, y que no justifica adecuadamente esa racional apelación a la unidad del ser humano para con su bien propio.

Pasemos ya a analizar con algo más de detenimiento las críticas que se le pueden hacer al autor de Tras la virtud.

Epígrafe II. Crítica de la tesis de MacIntyre en Tras la virtud.

 

Las críticas a MacIntyre pueden pasar por poner en duda su pensamiento por reaccionario y conservador, en cuanto que quiere valerse de una propuesta alejada de las premisas que conforman el pensamiento filosófico actual, moderno, cosa que hace precisamente desde un presente que ya no se corresponde con aquel tiempo pretérito que reivindica, el de una sociedad premoderna.

Esto es, se le puede echar en cara que desde su posición actual es inviable volver al entendimiento de una sociedad, una política y una idea de justicia que ya están periclitadas, y cuya rehabilitación carece de sentido precisamente por el cambio social producido históricamente hablando.

Recordemos que MacIntyre salva el problema de que Aristóteles defienda que algunos hombres sean esclavos por naturaleza, porque este no entendió ni la transitoriedad de la polis ni la historicidad en general. Del mismo modo, podríamos decir que MacIntyre tampoco entiende esa transitoriedad ni la historicidad en general, que paradójicamente reivindica, porque se queda anclado en las virtudes de los tiempos antiguos, que no se compadecen con la moral y estructura social del hombre que se ha autonomizado en su propio devenir histórico.

Reconociendo que las críticas al proyecto ilustrado son correctas, sin embargo su propuesta en positivo carece de viabilidad, pues lo cierto es que en las sociedades actuales el sistema imperante es el liberalismo, y la propuesta de MacIntyre no puede pasar de la marginalidad, como él mismo reconoce, ya que no aspira a proponer una moral universal.

Esta parece ser la crítica de Camps en el propio prólogo a Tras la virtud cuando señala que es “un libro que traza un excelente diagnóstico, pero para el que propone un mal tratamiento”, tachando de conservadora y reaccionaria la propuesta comunitarista, sobre todo con el argumento de que “tirar la toalla de la universalidad es algo que la ética, por definición, no puede permitirse”.

El propio MacIntyre da cuenta en el epílogo a la segunda edición inglesa de Tras la virtud de tres puntos en los que la lectura de su libro ha provocado “perplejidades”[37]: a) la relación de la filosofía con la historia; b) las virtudes y el tema del relativismo; y c) la relación entre la filosofía moral y la teología.

En cuanto al primer punto, matiza que en todo caso el historicismo del que echa mano, a diferencia del de Hegel, “excluye cualquier pretensión de conocimiento absoluto”[38], y que su propuesta se limita a subrayar que “la tradición aristotélica de las virtudes […] emerge de sus enfrentamientos históricos como la mejor teoría hasta la fecha. Pero nótese que no afirmé en Tras la virtud que sostuviera esta pretensión, ni ahora lo pretendo.”[39]

Esto es, parece que sólo reivindica la tradición aristotélica para comprender los fracasos de la modernidad, y no para hacer una propuesta que hoy en día se base en las virtudes aristotélicas.

Eso sería tanto como reconocer que su propuesta de las virtudes está abocada al fracaso, lo que resulta cuan menos curioso si no contradictorio con el propio afán, al menos implícito en su obra, pero también explícito, de proporcionarnos una teoría válida de actuación y fundamentación de la moral.

En cuanto a aquellos que sugieren que una de las implicaciones de la interpretación de las virtudes que MacIntyre propone sería la de hacer inevitable alguna forma de relativismo, este les responde que lo que descuidan las filosofías que distinguen medios-fines es “el gradualismo de aquellas actividades humanas cuyos fines han de descubrirse y redescubrirse permanentemente, junto con los medios para buscarlos”, reivindicando “la importancia de comenzar por las prácticas en toda consideración de las virtudes” [40].

En este sentido, me parece que la acusación de relativismo es acertada, si bien por otro lado es claro que el subrayar la importancia de la práctica es algo adecuado, pero que no sirve para refutar la crítica que se le hace.

En lo que se refiere al tercer punto, la crítica que se le hace de que “cualquier conciliación de la teología bíblica con el aristotelismo tendría que mantener la tesis de que sólo una vida constituida fundamentalmente por la obediencia a la ley podría mostrar completamente aquellas virtudes sin las cuales los seres humanos no pueden alcanzar su telos”, MacIntyre reconoce que el contenido de su exposición exige adiciones y enmiendas en muchos aspectos “si las conclusiones que de él derivan han de mantener la pretensión de justificación racional”[41].

Así, parece reconocer que de su tesis se derivan consecuencias que no pueden justificarse racionalmente, cuando era esa justificación racional lo que ansiaba; lo que le situaría en la misma órbita de autores fracasados en los términos en los que él había criticado a Kant, Hume etc., y reconoce que en este sentido su obra “Tras la virtud debería leerse como una obra provisional”[42].

Quizá por eso mismo la obra posterior de MacIntyre ha seguido por derroteros filosóficos que han ahondado en el tomismo, como forma de poder justificar racionalmente sus tesis.

En este sentido, para acabar con este epígrafe, no me resisto a transcribir la crítica que el propio MacIntyre le dedica a Bradley en su libro Historia de la ética, en el capítulo que dedica a los “reformadores, utilitaristas, idealistas”. En concreto, Bradley sería un idealista, que coloca al individuo “no en un mero contexto social sino en un contexto metafísico”[43]. “El fin determinado por Bradley es el de encontrar mi puesto y cumplir con sus deberes”[44]. Para Bradley “cualquier criterio por el que he de juzgar mi propio progreso moral debe ser un criterio cuya autoridad no derive de mis propias elecciones”.

Y la crítica que MacIntyre escribe contra Bradley en nuestra opinión tiene un efecto bumerán. A saber: “Bradley presupone aquí sin afirmarlo que el vocabulario moral sólo puede recibir un sentido coherente dentro del contexto de una forma de vida social con papeles y funciones bien definidos, y en la que, además, los hombres viven la parte fundamental de sus vidas en términos de esos papeles y funciones. Pero ¿existe aún una sociedad semejante? Los sociólogos han puesto de relieve frecuentemente la diferencia entre una moderna sociedad individualista en que la vida y la posición de un hombre pueden diferir de sus diversos papeles y funciones, y las formas sociales anteriores y más integradas en que un hombre puede ocupar su puesto en la vida en forma muy parecida a la representada por Bradley. Que Bradley pueda dejar de plantearse este tipo de pregunta se debe quizá a su habilidad para pasar a un discurso de estilo metafísico en que su tesis sobre la moralidad están garantizadas por la naturaleza de la realidad en cuanto tal”.

Me pregunto si acaso la crítica que MacIntyre hace a Bradley y a Green como metafísicos no cabe aplicársela al propio MacIntyre, que no pasaría de ser un aristotélico que no logra, al menos en Tras la virtud, desvincular la ética de Aristóteles de su metafísica.

Permítaseme recrearme en la crítica. Escribe MacIntyre: “Sin embargo, ¿describe Green en este punto lo que realmente sucede? Evidentemente, no. ¿Se dedica a precisar un estado de cosas ideal que debe ser llevado a la existencia? Sólo en parte, porque cree que el ideal está implícito en lo real. Lo mismo que Bradley, pone en claro que el vocabulario moral no puede ser comprendido, excepto sobre el fondo de un cierto tipo de vida social; y lo mismo que Bradley, su estilo metafísico le permite evadirse del problema de la relación entre esa forma de vida social y la vida social tal como se vive realmente en la Europa occidental del siglo XIX. Pero al menos Bradley y Green nos obligan a pensar en estas cuestiones. Sus inmediatos sucesores en el siglo XX escribirían como si la moralidad, y con ella la filosofía moral, existieran con independencia de toda forma social específica”[45].

¿Acaso MacIntyre no parece evadirse también de la vida social de su tiempo? ¿Acaso su rebelión contra la tradición de la modernidad no es un modo de expresarla?[46]

 

Epílogo.

MacIntyre se encuadra dentro de lo que podríamos calificar de autores comunitaristas (como Charles Taylor, Michael Walzer, Sandel) frente a los liberalistas que tratarían de continuar con el desafío de la modernidad buscando fundar una moral autónoma y una racionalidad universal (como John Rawls, Richard Rorty o Habermas). Esto significa de algún modo que se prima la comunidad de la que un individuo forma parte frente al derecho del individuo a elegir su propio plan de vida.

Sostener esto hoy en día me parece tan extraño como sostener que la cultura de los inuits deba ser nuestro modelo, sin que eso signifique que haya que estigmatizar a aquellos que quieran vivir en comunidades locales donde los roles de cada persona estén estrictamente definidos, siempre que ese no vaya contra una fundamental visión de los derechos humanos, cosa que el liberalismo parece sustentar mejor que sus adversarios teóricos.

Así, si se trata de entender la tesis de MacIntyre como una crítica y corrección al liberalismo, me parece acertada, pero no como una alternativa al mismo.

Recordemos que la racionalidad a la que apela MacIntyre pasa por la noción de un telos que rechace al sujeto emotivista y abstracto; su propuesta pasa por recuperar una moral de las virtudes: “no podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin haber hecho ya referencia a las virtudes”[47].

Rechazar la defensa de los derechos individuales para volver a una política basada en un concepto común de “vida buena”, de moral y de virtudes, es un peaje demasiado elevado que nos puede conducir a terrenos más movedizos que los que denuncia MacIntyre con su crítica a la modernidad.

Habría que mantener disociado el bien común político (el bien de la ciudad) de los bienes comunes morales (el bien del hombre), como propugna el liberalismo, como hizo la modernidad. Pues si identificamos política y moral, bien de la ciudad y bien del hombre, bajo un único concepto de “vida buena” que apele a conceptos funcionales del hombre, estamos retrocediendo poco menos que a la época de las cavernas neandertales, donde el hombre es cazador, la mujer hace la crianza y labores domésticas, los locos son brujos y los miopes son devorados por los animales; como es lógico y normal, claro, MacIntyre mediante.

En definitiva, no nos parece que confiar en la razón y en el diálogo para lograr unos derechos humanos universales, una moralidad mínima universalizable, deba ser algo a lo que debamos renunciar, ni algo que implique caer en “una falsa pretensión absolutista”[48], como MacIntyre parece señalar al final de su Historia de le ética.

Poco antes, en esta misma obra, escribe -y podemos usar estas palabras para resumir su posición anti-universalizante en cuanto a la moral, y dar por concluido nuestro trabajo:

“El conflicto conceptual es endémico en nuestra situación a causa de la profundidad de nuestros conflictos morales. Por lo tanto, cada uno de nosotros tiene que elegir a aquellos con quienes quiere vincularse moralmente, y los fines, reglas y virtudes por los que quiere guiarse. Estas dos elecciones están inextricablemente unidas. Al dar importancia a este fin, o a esa virtud, establezco ciertas relaciones morales con algunas personas y hago que otras relaciones morales con otras personas sean imposibles”[49].

En el mismo sentido, en Tras la virtud: “Marx estaba fundamentalmente en lo cierto al contemplar el conflicto y no el consenso como corazón de la estructura social moderna”[50].


[1] MACINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, p. 15.

[2] Ibíd., p. 35.

[3] Ibíd., p. 143.

[4] Ibíd., p. 158.

[5] Ibíd., p. 156.

[6] Ibíd., p. 157.

[7] Ibíd., p. 159.

[8] Ibíd., p. 164.

[9] Ibíd., p. 185.

[10] Ibíd., p. 186.

[11] Ibíd., p. 187.

[12] Ibíd., p. 188.

[13] Ibíd., p. 190.

[14] Ibíd., p. 192.

[15] Ibíd., p. 194.

[16] Ibíd., p. 196.

[17] Ibíd., p. 197.

[18] Ibíd., p. 198.

[19] Ibíd., p. 201.

[20] Ibíd., p. 203.

[21] Ibíd., p. 204.

[22] Ibíd., p. 205.

[23] Ibíd., p. 233.

[24] FERNÁNDEZ-LLEBREZ, F., “Una lectura interpretativa de Tras la virtud, de Alasdair MacIntyre”, Foro Interno, 2010, 10, p. 35.

[25] Ibíd., p. 37.

[26] Op. Cit., p. 237.

[27] Op. Cit., p. 251.

[28] Op. Cit., p. 254.

[29] Op. Cit., p. 266.

[30] Op. Cit.,. 271.

[31] Op. Cit., 273.

[32] Op. Cit., 300.

[33] Op. Cit., p. 322.

[34] Cfr. “Después de Tras la virtud”: entrevista con RICARDO YEPES STORK. Atlántida, vol. 1, nº 4, 1990, pp. 91-2.

[35] Op. Cit., p. 191.

[36] Op. Cit., p. 41.

[37] Op. Cit., p. 324.

[38] Op. Cit., p. 330.

[39] Op. Cit., p. 331.

[40] Op. Cit., p. 334.

[41] Op. Cit., p. 339.

[42] Op. Cit., p. 340.

[43] MACINTYRE, A., Historia de la ética, Paidós, Barcelona, 1976, p. 236.

[44] Ibíd., p. 237.

[45] Ibíd., p. 239.

[46] El propio MacIntyre escribe en Tras la virtud: “la rebelión contra mi identidad es siempre un modo posible de expresarla”, Op. Cit., p. 272.

[47] Op. Cit., p. 188.

[48] Op. Cit., p. 259.

[49] Op. Cit., p. 257.

[50] Op. Cit., p. 310.

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El sitio de Derrida.La justicia derridiana. Imposible, hospitalaria, espectral.

Posted by forseti4y9 en 21 febrero 2013

Introducción.

 

El presente trabajo nace con la vocación de sitiar el pensamiento de Jacques Derrida, sin querer ser exhaustivo en la exposición del mismo, ambición que, por otro lado, en sí misma resultaría desmesurada -quizá no sólo para la modestia, que no humildad, del presente ensayo- porque el pensamiento de Derrida discurre por senderos diferentes a lo largo de toda su obra, y nada más difícil para un estudiante que intentar urbanizar al filósofo de la deconstrucción, cuando Derrida se sitúa en un no-sitio, en un no-lugar, en un no-tiempo, en un estar fuera de los goznes, en la diseminación y la lógica del acontecimiento. Asediar, sitiar un no-sitio, tarea espectral.

Obras hay ya en el mercado que dan una visión somera de la trayectoria del filósofo argelino, tal como la de Jason Powell[1], de la que nos serviremos para evocar e invocar ciertos párrafos que nos servirán para enmarcar o enmascarar la discusión acerca a la noción de justicia derridiana.

Así mismo, prestaremos especial atención al acercamiento de Balcarce a la noción de justicia derridiana y a la visión de Goldsmicht, para acabar con una crítica más personal

En definitiva, centraremos este ensayo en algunas de las nociones que aparecen en la filosofía derridiana tardía, tales como la de una justicia irreductible al derecho y la de espectro, pasando por la de la hospitalidad.

Partimos de afirmaciones del propio Derrida, que señala en diferentes momentos que la justicia es algo indeconstructible:

–   “Más vale la apertura del porvenir; éste es el axioma de la deconstrucción, aquello a partir de lo cual siempre se ha puesto en movimiento, y lo que la liga, como el porvenir mismo, con la alteridad, con la dignidad sin precio de la alteridad, es decir, con la justicia. […] Lo indeconstructible, si lo hay, sería la justicia” (La deconstrucción de la Actualidad).

–   “La justicia como relación con el otro ¿acaso no supone, por el contrario, el irreductible exceso de una dis-yunción o de una anacronía, cierto Un-Fuge, cierta dislocación out of joint en el ser y en el tiempo mismo, una dis-yunción que, por afrontar siempre el riesgo del mal, de la expropiación y de la justicia?” (Espectros de Marx)[2].

 

La lectura de Powell.

 

Pasaremos ahora a exorcizar con Powell algunas de las obras de Derrida, para convocar los fantasmas de la justicia y ver si en su venida sin presencia señalan un corte hacia el idealismo y la religión en el pensamiento de la filosofía tardía de Derrida.

Según Powell, ya desde Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía, Derrida plantearía que “hay que dejar que se aplique algo de fe a la filosofía”. Para este autor, en Derrida se aprecia que “todo lo que existe se abre con una llamada del otro”, y “la de Derrida es una creencia religiosa, es decir una creencia sin base, que pretende conocer la llegada de algo como no visto por los valores de la Ilustración, cuyo precio es que no se puede decir nada acerca de ello”[3].

En este sentido, “el pensamiento de Derrida, especialmente tras Espectros, también recurre a esta llegada religiosa de Dios desde la perspectiva de la política socialista y marxista, llegando al extremo de situar la teoría del Otro en el centro de la decrépita teoría marxista, de dar al marxismo una revitalización desde la perspectiva desconstructivista”[4].

Fuerza de ley sería para Powell “uno de los primeros textos que anuncia esta nueva apertura y el sentimiento religioso de Derrida. Marcando su última fase de escritura y actividad. Fue entonces cuando empezó a decir algo que se haría famoso: la justicia no es lo mismo que la ley y la justicia puede guiar el pensamiento a través de las leyes, pero la ley con frecuencia es injusta. Es decir, cualquier ley es deconstruible, pero la justicia no puede ser deconstruida. La justicia más pura, más real, es imposible. Respecto a “Fuerza de Ley”, Derrida dice: ‘la justicia nunca obtiene una respuesta plena, intento mostrar que la justicia de nuevo implica no unión, disociación, heterogeneidad’ y que ‘si tiene que ser justo, un juez nunca debe contentarse con aplicar meramente la ley’”[5].

En Políticas de la amistad, Derrida examina “una supuesta amistad más pura, que no se basa en la nación o en la familia/la sangre/la metafísica, sino que está oculta, o reprimida o anhelada, en las formulaciones clásicas de la política y de la amistad democrática en la tradición”[6].

En concreto, Powell señala que “Respecto a la ligera alteración que hace Derrida de la frase: “amigos míos, ya no hay ningún amigo”, se pregunta si no existe siempre un anhelo de una amistad más pura oculta en ese dicho, una llamada a una relación mejor respecto al amigo desconocido en el lamente “Amigos…” y si no es más que una simple aseveración de hecho; “ya no hay ningún amigo”. En el distante amigo fantasma que uno no conoce, que no está relacionado por sangre ni juramento, hay una promesa de una amistad mayor, más verdadera, un yo más verdadero. Este amigo no es más que un colega filosofo, pero reafirma que, esencialmente, uno no está sólo”.

En Incumplimiento del derecho a la justicia (pero ¿qué les falta a los sin papeles?), Derrida, según nos ilustra Powell, se manifiesta contra la política gubernamental sobre el asilo y la inmigración en Francia. “Para Derrida, a los ‘sin papeles’ se les ha privado de dignidad humana, el derecho a ser considerados personas”[7].

En Sobre el perdón, siguiendo a Powell, Derrida “estaba molesto por este ritual falso, banal, de semiperdón por la culpa a causa de crímenes del pasado por los estados-nación y la declaración de éstos con el fin de obtener beneficios económicos que repercutan en el estado, puesto que la culpa y el perdón no son auténticos y no llevarán al respeto real. Es perdón con un objetivo en mente, un perdón limitado”. […] Derrida “se refiere al perdón y el arrepentimiento prometido y auténtico, imposible, verdadero, y no a lo que practican los jefes de estado como parte de su trabajo, como una rutina”[8].

Y es que como vemos en un extracto de una Conferencia de Derrida en youtube, para Derrida perdonar lo imperdonable es imposible. Es un cálculo, para algo, sea la reconciliación política o el bienestar psicológico… y está bien perdonar. Pero perdonar incondicionalmente es otra cosa[9].

En Como si fuera posible, Derrida dirige su mirada al don, el secreto, el testimonio, la hospitalidad, y el perdón, imaginando un lugar anterior a la distinción posible/imposible. Se trata de “la paradoja de que lo imposible es el origen de lo posible, el don es primariamente un don de tiempo, por lo tanto ‘tiempo dado’”[10]. “Lo que realmente llega con el tiempo en el futuro, si sucede – y contrariamente al esquema potencia/acto de Aristóteles-, ha llegado de lo que antes era imprevisible y ha sido dado a la existencia por lo imposible”.

 

La lectura de Balcarce.

 

Tal como ha sido señalado por Warren Montag (frente a otros autores y el propio Derrida que subrayan la continuidad de ciertos desarrollos, tales como la temática de la deconstrucción o la cuestión de la différance), “en la filosofía derridiana puede observarse un cierto viraje a partir de la introducción de la temática de la justicia”; así, la filosofía derridiana pasaría desde un cierto tipo de materialismo hacia una filosofía de corte idealista, “a partir de la formulación de una idea de justicia con tintes cuasi trascendentales”[11], “completamente separada del ámbito de lo posible-efectivo, no deconstruíble y, por tanto, ajena al as condiciones materiales de lo jurídico”[12].

Sin embargo, tal como propone Balcarce, puede establecerse una continuidad en el pensamiento derridiano (que comenzó criticando el logocentrismo como idealista) en la inteligencia de que el materialismo sigue presente en su filosofía tardía, cosa que se lograría a través de la categoría de espectro (distinguiéndola de la de espíritu).

Como dice Derrida en Espectros de Marx: “Para que haya fantasma, es preciso un retorno al cuerpo, pero a un cuerpo más abstracto que nunca”[13].

Esto es, lo que propone Balcarce es que el plano de lo imposible (la justicia) no debe ser pensado como un espacio completamente separado del posible (el derecho), y que esa conexión se posibilita por la figura del espectro. Esto es: “la justicia como ámbito de lo imposible mantendría algún tipo de encuentro con lo posible (que es el derecho); un habitar subterráneo que, entre sus manifestaciones fenoménicas de aquella fenomenología de lo inaparente, sería justamente la deconstrucción de lo jurídico. La modalidad espectral del asedio permitiría considerar un contacto en el plano de lo metafísico que, claramente, podría ser empleado en la discusión aquí en cuestión, referida a la idealidad del pensamiento de la justicia derridiano”[14].

“La idea de justicia posee una eficacia en el derecho en tanto es inmanente a él. Y justamente porque habita en el derecho no puede pensarse como una suerte de ideal regulativo”[15].

Esto es así precisamente porque el vínculo entre justicia y derecho no se enmarca en una metafísica de la presencia, sino en una metafísica de lo espectral.

Como señala Zarzo[16], la metafísica de la presencia se ve sacudida, en el pensamiento de Derrida, desde una dimensión onto-teológica (ontológica: la huella; teológica: out of joint temporal y espacial), lingüística (del signo logo-fono-céntrico al sistema de huellas) y epistemológica (del pensamiento del origen al pensamiento de la diferencia) y ética (del sujeto mismo al Mundo mismo-otro).

Según Balcarce, no debemos pensar la justicia bajo las mismas exigencias del derecho, considerando que “la relación entre lo heterogéneo no puede pensarse ni postularse como la relación entre lo igual”, y que la posibilidad de articular la justicia imposible con el derecho posible-efectivo puede pasar por la figura del espectro, entendiendo la hermenéutica derridiana como una hermenéutica de desplazamientos inserta en la tradición nietzscheana.

Así mismo, me interesa recalcar su idea de que el hecho de que la justicia derridiana se apoye sobre una concepción de la espera sin garantías, sobre una justicia sin teleología, “no necesariamente conlleva el abandono de su carácter escatológico”[17], pues la espera derridiana es siempre una espera de justicia.

En este sentido, las inyunciones espectrales nos invitan a pensar la hospitalidad “en una suerte de espacio que se abre a un tercero que no se presenta”, entendiendo con Derrida que la alteridad es constitutiva de mi mismidad”.

Así, “justicia y hospitalidad encierran entonces un mismo campo semántico en el cual la categoría de acontecimiento cobre un rol protagónico”, y “el espectro, ese ‘visitante intempestivo’, es siempre la manifestación de aquella justicia irreductible al derecho que, no obstante, no puede prescindir de él”[18].

La propia Balcarce ha desarrollado su propuesta interpretativa respecto al posible vínculo entre el derecho y la justicia derridianos entendido como una forma de contacto entre lo posible y lo imposible, valiéndose de la categoría de espectro y de la modalidad de existencia que esta representa en “Modalidades espectrales: vínculos entre la justicia y el derecho en la filosofía derridiana”[19].

En este artículo, se hace énfasis en que en Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, “Derrida muestra cómo si bien es posible hablar de una justicia que se realiza (o al menos sería posible de realizarse) en el ámbito del derecho, habría que postular otra justicia, una justicia infinita por fuera del derecho y de toda fuerza”[20].

Así, hay que distinguir claramente entre un derecho que se impone a partir de su fuerza (no de su justicia) y una justicia que no quede reducida a esto. El derecho es derecho positivo, histórico, contingente, deconstruible. La justicia no es deconstruíble, no es calculable, es una experiencia de lo imposible, no ofrece un marco regulativo.

En este sentido, “para Derrida el riesgo más importante es el de no dejar un espacio por fuera de lo jurídico desde el cual poder evitar la tendencia a perpetuarse de algo que, por su naturaleza misma, debería ser finito”[21].

Esto es, el carácter deconstructible del derecho es algo valorable positivamente. En este aspecto, estaría de acuerdo con Castoriadis cuando afirma que “una vida en la cual tuviéramos reglas que se ajustaran a nosotros, como un sastre excelente nos adapta un traje, sería, en efecto, la esclavitud total. Sería la cárcel ideal. Pero precisamente en la doble existencia de una regla y de cierta separación con respecto a ella se establece la autonomía de que podemos gozar como seres sociales”[22].

Otra cosa sería vincular la noción de justicia irreductible al derecho de Derrida con la noción de autonomía de Castoriadis, pues si Derrida apela a la justicia en el plano de lo imposible, en cambio Castoriadis apela a la autonomía en el plano de lo posible, de lo construible. El proyecto de autonomía de Castoriadis no es una utopía[23]. En Castoriadis no hay nada indeconstruíble.

La problemática de Derrida en cambio es la del imposible, por ejemplo en Políticas de la amistad, tal como señala Balcarce, a partir de la noción “quizás”[24]. Como señala Derrida “el porvenir precede al presente, a la presentación de sí del presente, más viejo que el presente pasado; es así como a la vez encadena a él mismo desligándose. Se desune, y él desune el sí mismo que seguiría queriendo desunirse en esa desunión”[25].

Como señala Balcarce, “porvenir y presente parecen unirse en la des-unión misma respondiendo ambos elementos temporales a una dinámica análogamente aporética a la que describimos entre justicia y derecho”[26].

Pues bien, el presente out of joint que propone Derrida en Espectros de Marx como condición necesaria para la aparición fantasmática, abre un espacio en el estatuto de la presencia, para su presentación diferida, “de la cual sólo podemos dar cuenta a partir de su eficacia por medio de ciertas figuras o metáforas precarias como las del asedio”[27].

Y lo que nos propone Balcarce es hacer con la relación entre justicia y derecho lo mismo que Derrida realiza con Marx. “La idea de justicia posee una eficacia en el derecho en tanto es inmanente a él”[28]. La justicia asedia al derecho. “La justicia desarticula, socaba, disloca el derecho, lo abre hacia un proceso que intenta perpetuarse, demorarse –para decirlo con Heidegger. Representando así un movimiento de excedencia de lo posible, la justicia desarticula, quebrando la posibilidad de que lo jurídico se presente desde un horizonte totalizador”[29].

En definitiva, según la propuesta de lectura espectral que hace Balcarce, la noción de justicia derridiana no es un acercamiento presencial hacia la historicidad de la religión, hacia una noción teleológica y regulativa, sino un asedio ético y político. Como señala en el exordio a Espectros de Marx, “ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones. Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencia y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre la justicia[30].

En este acercamiento derridiano a la noción espectral de política de la memoria en nombre de la justicia vemos clara la “no contemporaneidad a sí del presente vivo”[31]. Él mismo señala: “Ser justo: más allá del presente vivo en general –y de su simple reverso negativo-. Momento espectral, momento que ya no pertenece al tiempo, si se entiende bajo este nombre el encadenamiento de los presentes modalizados”[32].

Es una justicia que conduce a la vida más allá de la vida presente o de su ser-ahí efectivo, hacia “un sobre-vivir cuya posibilidad viene de antemano a desquiciar o desajustar la identidad consigo del presente vivo así como de toda efectividad”.

Y es que el lugar que nos propone Derrida para la justicia está ligado al don incondicional, como ya vimos al analizar en los estudios de Grado las Políticas de la amistad. Como señala en Espectros de Marx: “No el lugar para la igualdad calculable, por tanto, para la contabilidad o la imputabilidad simetrizante y sincrónica de los sujetos o de los objetos, no para hacer justicia que se limitaría a sancionar, a restituir y a resolver en derecho, sino para la justicia como incalculabilidad  del don y singularidad de la exposición no económica a otro. ‘La relación con el otro, es decir, la justicia’, escribe Lévinas. Lo sepa o no, Hamlet habla en la apertura de esa cuestión –la llamada del don, de la singularidad, de la venida del acontecimiento, de la relación excesiva o excedida con el otro- cuando declara: ‘The time is out of joint’[33].

 

Comentario personal.

 

Resulta curioso que Derrida articule su propuesta del acontecimiento con esta frase de Hamlet, que apela a que “algo en el presente no va, no va como debería ir” en el sentido heideggeriano[34] de “donar la Diké. No de hacer justicia, de traerla de vuelta, según el castigo, el pago o la expiación, como se traduce la mayoría de las veces (Nietzsche y Diels). Se trata, en primer lugar, de un don sin restricción, sin cálculo, sin contabilidad”[35].

Digo que resulta curioso este recurso shakesperiano al que invoca Derrida, porque bien podríamos conjurar otra frase de Macbeth, la de que la vida it is a tale told by un idiot, full of sound and fury, signifiying nothing, para remarcar contra Derrida que si esto es así, de nada sirve saber que The time is out of joint.

El horizonte descoyuntado que nos ofrece Derrida es tanto el horizonte del pasado como el del presente y difumina las líneas de demarcación del quicio espacio-temporal, al estilo de la teoría del desdoblamiento del tiempo de Jean-Pierre Garnier, que des-hace las fronteras entre nuestro presente y nuestro futuro, nuestro yo y nuestro otro yo, cuánticamente hablando[36].

En todo caso, Derrida señala que “la cuestión de la justicia, que lleva siempre más allá del derecho, no se separa ya, ni en su necesidad ni en sus aporías de la del don”[37].

Pues bien, con nuestro ensayo precisamente queremos subrayar la trabazón de todo el discurso derridiano en torno a los conceptos que estamos manejando de justicia, espectro, don, hospitalidad etc.

El propio Derrida señala esto que hemos querido desarrollar a modo de sitio y no-sitio en este ensayo: “la relación de la deconstrucción con la posibilidad de justicia”[38] […] “la deconstrucción como pensamiento del don y de la indeconstructible justicia, indeconstructible condición de toda deconstrucción, cierto, pero condición que está ella misma en deconstrucción y permanece, y debe permanecer –ésta es la inyunción- en la dis-yunción del Un-Fug[39].

Esa llamada a la justicia como noción del orden de lo imposible pero que de alguna manera acecha y asedia al derecho y modula su deconstrucción desde la propia indeconstructibilidad hace del de Derrida un pensamiento en cierto sentido contrario al empirismo. Es por ello que no es de extrañar que, tal como señala Goldschmit, dos lectores tan advertidos como Foucault o Macherey, salidos uno y otro de la crítica estructuralista del empirismo, le opongan a Derrida cierto empirismo. Y es que “el pensamiento derrideano no es, sin embargo, un idealismo que podría contradecirse por un llamado a la experiencia y por la referencia a la realidad; al contrario, es una experiencia de la realidad sin empirismo”[40].

En este sentido, Goldschmit no comparte la crítica que Macherey hace del Derrida de Espectros de Marx, del Derrida que escribió que “un pensamiento deconstructivo, el que importa aquí, siempre apeló a la irreductibilidad de la afirmación y consecuentemente de la promesa, así como a la indeconstructibilidad de una cierta idea de la justicia (aquí disociada del derecho)”[41].

Como señala Goldschmit, en esta cita “Derrida afirma la irreductibilidad del pensamiento de Marx, es decir, el futuro de su promesa. Esta irreductibilidad es la que hace que lo indecible del texto no se disuelva en la irrealidad, contrariamente a lo que pensaba Macheray en 1994. Lo irreductible no es, entonces, la realidad del pensamiento de Marx, sino el acontecimiento de este pensamiento, su promesa, el futuro de su vuelta. Desde este punto de vista, Derrida intenta disociar radicalmente “mesianismo” y “teleología”; ve en el texto un “mesianismo sin mesianicidad”. Sin la promesa mesiánica, sin el llamado revolucionario a la emancipación, no podría haber idea de justicia”.

En resumen, para Goldschmit, tal como lo entiendo, esta idea de que el pensamiento sobre la justicia en Derrida es mesiánico en el sentido de que apela a la emancipación marxiana pero no lo es en el sentido de que no hay una teleología en el sentido de la versión aristotélica o teísta de la moral, tal como MacIntyre describe en Tras la Virtud[42].

Como señala Goldschmit, “lo indeconstructible está por venir y no puede ser comparado a lo indudable del cogito: es más bien la llamada a la justicia afirmada y prometida por el texto de Marx”[43].

Es por eso que creo que el pensamiento de Derrida no tendría nada que ver con el pensamiento comunitarista, sea este el de un neoaristotélico como MacIntyre o el de un Taylor, Walzer o Sandel, pero tampoco con el de aquellos que tratan de fundar una moral autónoma y una racionalidad universal, como Rawls, Rorty o Habermas.

El mismo Derrida en Políticas de la amistad, habla de dar la amistad como don incondicional, sin exigir tener un lazo en común: “Y, entonces, si hubiese una política de esa amancia, no pasaría ya por los motivos de la comunidad, de la pertenencia o de la partición, sea cual sea el signo que se les añada. Afirmadas, negadas o neutralizadas, estos valores ‘comunitarios’ o ‘comunales’ corren siempre el riesgo de hacer volver a un hermano. Hay quizá que tomar nota de este riesgo para que la cuestión del ‘quién’ no se deje ya apresar políticamente, mediante el esquema del ser-común o en-común”[44].

Parece remitirse a una comunidad literaria, que resiste a la vez al pensamiento político comunitarista y al liberalismo.

En este sentido, para Derrida la alteridad parece irreductible, y sólo por el trabajo espectral y la posibilidad de la repetición junto con la noción de justicia podemos jurar, como en el duelo, que el amigo está a la vez en nosotros y más allá de nosotros.

“En el duelo, debemos admitir que ahora el amigo está a la vez “en nosotros” y más allá de nosotros, en nosotros pero distinto a nosotros, aunque nada de lo que le digamos o digamos de él pueda afectarle en su infinita alteridad. El otro, reducido a imágenes, nos contempla, contempla ‘dentro de nosotros’, pero a una distancia infinita”[45].

Pero no debemos caer en el típico discurso sobre la “buena amistad” cristiano o griego, pues ese discurso cae en la proximidad del prójimo como astucia de lo propio, y quiere identificar y fundir el tú y el yo. El que respeta el verdadero nombre de la amistad, debe respetar mi propio nombre. Igual que hay una noción de justicia indeconstructible, hay una noción de amistad “superior” que hace que el enemigo sea mi mejor amigo, pues “me odia en nombre de la amistad, de una amistad inconsciente o sublime”[46]. Es una lectura de la relación amigo-enemigo en la línea de Schmitt y Heidegger que le aleja del manido presupuesto de la fraternidad entre iguales que no hace sino reproducir el lenguaje fonocéntrico tradicional.

Hay que respetar al extranjero incluso aunque es  “torpe para hablar la lengua del derecho en la que está formulado el deber de hospitalidad, el derecho de asilo, sus límites, sus normas, su policía”[47].

Es por eso que Sócrates exigió que se le tratara como un extranjero en la Apología de Sócrates.

Pero un extranjero así entendido no es el otro absoluto, el bárbaro, el salvaje absolutamente excluido y heterogénero[48].

Sin embargo, dado que la hospitalidad entendida a la manera derridiana no se limita a extender un mero derecho individual o de familia, resulta la paradoja de que no basta con ofrecer hospitalidad a los extranjeros que tienen apellidos reconocidos, sino que si de hospitalidad estamos hablando, hay que ofrecer una hospitalidad absoluta o incondicional: “la hospitalidad absoluta rompe con la ley de la hospitalidad como derecho o como deber, con el ‘pacto’ de hospitalidad”[49].

En este concepto de hospitalidad absoluta vemos un parecido de familia con la noción de justicia indeconstructible, tal como la hemos asediado antes. Es una “hospitalidad que se ofrece, se da al otro antes de que se identifique, antes incluso de que sea sujeto, sujeto de derecho y sujeto nombrable por su apellido, etcétera”[50].

En este sentido, Dufourmantelle ya subraya que “la distinción que de entrada Derrida expone entre La Ley de la hospitalidad incondicional y leyes de la hospitalidad es fundamental”[51]. Y continúa su reflexión apuntando que “Esta Ley de la hospitalidad debe seguir siendo pensada, como una imantación que ‘atormenta’ la quietud de las leyes de hospitalidad”[52].  Y se pregunta si “no habría hoy que entender en la utopía política un ‘sin-lugar” que abre la posibilidad de la “ciudad” humana[53].

La pregunta de Dufourmantelle parece contraponerse a la comprensión que Goldschmit tiene de Derrida, pues para Goldschmit el de este no es un pensamiento de la utopía sino que es una experiencia de la realidad sin empirismo, tal como hemos señalado anteriormente.

Por otro lado, para Dufourmantelle Derrida es capaz de reflexionar si en los actos de terrorismo no estamos ante “la inversión de la hospitalidad en hostilidad a partir de la perversión siempre posible de la Ley”[54].

 

Conclusión.

 

En mi opinión, aquí estamos ante el nudo gordiano de la cuestión, bajo la premisa de que si algo es indeconstructible, no puede ser perverso o pervertible.

La Ley de la hospitalidad absoluta, en principio, en mi opinión, no debería poder ser pervertida en Ley de la hostilidad absoluta, precisamente por el carácter indeconstructible, impervertible, de la justicia, de la hospitalidad. El pervertido hostil siempre tendría tras de sí el fantasma, el espectro del huésped: el extranjero vinculado por una relación de hospitalidad le acecha indefectiblemente, pues la propia genealogía del concepto incuba este sentido en su interior.

Es cierto que el xénos griego no sólo traduce nuestra idea de extranjero, sino también la de nuestro invitado.

Pero desde una posición contraria, se nos podría replicar que sí que es posible pervertir la Ley de la hospitalidad y convertirla en Ley de la hostilidad, precisamente porque el hostis latino significa el huésped, pero también el enemigo.

Por tanto, ambos conceptos son potencialmente equívocos, pues en realidad, por su origen, remiten a un único concepto ambivalente y polisémico. En todo caso, el lado oscuro del concepto no puede fagocitar al lado amable, y viceversa. Lo que nos dejar con dos espectros, con dos Leyes, el de la hospitalidad y el de la hostilidad, y esta ambivalencia parece abocar, en mi opinión, la propuesta derridiana al fracaso, o dejarla en una mera habilidad de floretista.

Salvo que queramos salvar la propuesta derridiana entendiendo que la Ley de la hospitalidad es la misma que la Ley de la hostilidad, que el extranjero huésped es también el enemigo y viceversa, que el espectro de Marx es el mismo espectro que el de Hitler. Porque La Ley es en sí misma perversa, indeconstructiblemente perversa, y el espectro de la justicia y de la hospitalidad también.

Cosa que parece inverosímil incluso en el esgrima de florete, pues a la hora de la verdad no nos remite a nada empíricamente válido como construcción de un ordenamiento jurídico ética y políticamente defendible desde el punto de vista democrático.

Por tanto, todo el edificio derridiano se viene abajo, al menos en la comprensión que el propio Derrida hace, en mi opinión, de vincular las nociones de justicia y hospitalidad.

El espectro de Balcarce, que parecería aunar más sutilmente las nociones de justicia y hospitalidad bajo la fantología del asedio, y recompondría el diseminado discurso derridiano, extinguiría su potencial con esta misma crítica.

 

Derrida frente a Negri.

 

Pero sigamos la propuesta derridiana.

Es una hospitalidad que quizá hay que mantener incluso hacia el animal[55],  y hacia la muerte[56], como señala la propia Dufourmantelle [57].

En definitiva, hay dos formas de hospitalidad, que mantienen entre sí relaciones complejas: a) la hospitalidad incondicional, que se ofrece a cualquiera, sin cuestionarlo; b) la hospitalidad de derecho, limitada, que se vincula al apellido que tiene el que llega, que se vincula a un pacto o contrato.

Y la relación entre ambas hospitalidades es la misma relación que existe ente la noción de justicia (La Ley de la hospitalidad) y la de derecho (las leyes).

La hospitalidad incondicional no se ofrece sólo a nuestra misma comunidad, a nuestra misma familia, a nuestro propio pueblo, sino también al extranjero que no pertenece a nuestra comunidad, sino que pertenece a otra comunidad desconocida para nosotros, e incluso al apátrida que no tiene comunidad. Y esa hospitalidad incondicional tal vez sólo sea posible en una democracia que aún está por venir, en una sociedad que no obligue al extranjero a plegarse ante las leyes del que le ofrece asilo, que debería plegarse a su vez ante el huésped, igual que se plega ante el espectro, ante el futuro, ante la muerte.

Conjurando el espíritu de la justicia marxiano, exorcizando su pensamiento, Derrida conspira contra la ontología logocéntrica, y critica el discurso actual dominado por el neocapitalismo y el neoliberalismo, acercándose a lo mesiánico, pero a un “mesianismo sin mesianicidad”, a un Marx que escape del marco del pensamiento ontologizante, a una metafísica que no se imponga a una visión ética, a una hospitalidad que escape a los dogmatismos violentos[58].

Negri hará una crítica a este planteamiento derridiano, tal como señala Sebastián Chun: “Ya dentro del plano político, si bien Derrida da testimonio de la nueva espectralidad de lo real, en la cual estamos siempre inmersos, Negri le reprocha el no haberla reconducido también hacia el plano de la nueva realidad productiva y social. Al dejar de lado este análisis, Derrida caería en un discurso sobre la resistencia ética afín al espíritu mesiánico y construido sobre la base de la indeconstructiblidad de la idea de justicia. Y el problema aquí reside precisamente en la incapacidad de esta resistencia ética de tornarse real, es decir, de conseguir resultados útiles”[59].

Así, Derrida caería en una ontología reaccionaria teológica, gracias a su herencia levinasiana.

Pero el propio Derrida cuestiona la crítica que le hace Negri reivindicando el carácter afirmativo de la deconstrucción, porque su concepción ético-política no se reduce a una mera “protesta moral”, y en segundo lugar, subrayando que la ontología es un trabajo de duelo que busca reconstruir, salvar, rescatar una presencia plena del ser presente, y que su propuesta no se reduce a una reontologización[60].

 

Epílogo (el sitio final).

 

En conclusión, y teniendo en cuenta la crítica de Negri y mis dudas acerca de la posible comprensión del espectro de Marx y de las nociones de justicia y de hospitalidad como expresiones perversas y ambivalentes en sí mismas, capaces de mutar en el espectro de Hitler y en las nociones de injusticia y de hostilidad, la propuesta de Derrida carecería de la virtualidad político jurídica necesaria para poder considerarla una propuesta acertada.

Me parecen en cambio acertadas las críticas de Powell, Warren Montag, Foucault y Macheray, expuestas en este ensayo.

Por otro lado, las lecturas de Goldschmitt y de Balcarce me parecen muy sugerentes y aportan quizá luz, si quiera sea una luz de gas espectral y mesiánica, sobre el entramado derridiano, pero dudo de si logran rescatarlo totalmente de sus indudables sombras.

 

 

Para terminar, dejaremos hablar al propio Derrida, que respondió a unas preguntas en el transcurso de una entrevista de Elena Fernandez, de la cual incluímos como anexo una pequeña parte[61] (Jornal de Letras, Artes e Ideias, 12 de octubre, 1994, pp. 9-10).

 

ANEXO

 

En la rueda de prensa, indicó que la deconstrucción no era simplemente una crítica, sino que es la justicia misma, y que ello era debido al ser posible una deconstrucción del derecho, a través de algo que, sin ser el derecho, solicitaba esa deconstrucción. ¿Qué es ese algo que fuerza la deconstrucción de las cosas?

Es lo otro; si podemos decirlo en una palabra es lo otro. Lo que llamo justicia es el peso de lo otro, que dicta mi ley y me hace responsable, me hace responder al otro, obligándome a hablarle. Así que es el diálogo con el otro, el respeto a la singularidad y la alteridad del otro lo que me empuja, siempre de una forma continua e inadecuada, a intentar ser justo con el otro (o conmigo mismo como otro). En consecuencia, me mueve no sólo a formular cuestiones sino para afirmar el que se presupone en todas las interrogantes. La pregunta no es la última palabra del pensamiento, tras ser dirigida a alguien o al serme dirigida. Supone una afirmación –-, que no es positiva ni negativa, ni es un testimonio o declaración. Este sí consiste en comprometerse en oír al otro o hablar con él, es un sí más viejo que la propia pregunta, un sí que se presenta como una afirmación originaria sin la cual no es posible la deconstrucción.

En consecuencia, ¿estamos hablando de libertad?

Sí. Podemos llamarlo libertad, siempre que no se confunda con el concepto vulgar de libertad subjetiva. Pero existe ahí un momento de libertad.

Libertad, justicia, origen: ¿no son categorías metafísicas tradicionales?

No necesariamente. Ese puede ser el nombre de categorías metafísicas. Pero no hay categorías metafísicas en sí, sino que hay discursos…

Pero los discursos se sirven de categorías para elaborarse…

Hay un discurso metafísico sobre la justicia, sobre la libertad, y existe una forma de pensar la justicia que no es necesariamente metafísica. No hay conceptos que sean en sí mismos metafísicos o no metafísicos.

 

Cuando hablo de metafísica quiero decir la «tradición metafísica». ¿Todavía podemos operar con estas categorías filosóficas?

Pienso que la palabra justicia está aún viva, es operacional, siempre que se capte en determinado discurso. Pero no digo nada al pronunciar únicamente la palabra «justicia». Si me remito, por ejemplo, a mi libro Políticas de la amistad, lo que intento ahí es percibir ciertas facetas de Marx, comprender la palabra justicia en un sentido que espero que no sea vacío o sin valor, aunque éste dependa de la forma en que reinscribimos la palabra en nuestro discurso.

Entonces, ¿qué sería la justicia?

Es una relación que respeta la alteridad del otro y responde al otro, a partir del hecho de pensar que el otro es otro. Y no me parece poco este hecho: que el otro no es reducible a mí ni a mí mismo, lo que demuestra que hay una justicia irreductible a su representación jurídica o moral. Hay una larga historia del concepto griego de díke de sus interpretaciones. En algunos textos míos recorro otros muchos de Heidegger, Aristóteles o Nietzsche sobre la justicia, para sugerir que ésta no se reduce a la representación jurídica que le demos; y otro tanto sucede con las ideas de distribución, proporción y adecuación.

La justicia es algo interior a la justicia, de dentro [dedans], por eso no se reduce a la readecuación entre una falta y una condena. No es reducible, no es calculable, por oposición al Derecho: calcula con ese incalculable que es lo otro. No debemos pensar acaso en este otro como algo inefable; pues es preciso tener en cuenta el cálculo de manera que logremos contar mejor con lo incalculable. No quiero decir que sea preciso hacer estallar al Derecho para poder situarnos en la vida; lo que se requiere es transformarlo de modo que sea lo más justo posible. Y por esta razón existe una historia del Derecho, una historia política, y el concepto de derechos humanos…

BIBLIOGRAFÍA

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ZARZO M.E., “Jacques Derrida: Ontología y lingüística”, en Cuaderno de Materiales, nº 23, 2011.

Otros enlaces:  http://www.garnier-malet.com/introduction_a_la_theorie_183.htm

http://www.youtube.com/watch?v=Neu4kI_Yi0A&feature=share

http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/democracia.htm


[1] POWELL  J., Jacques Derrida, Publicacions de la Universitat de València, 2008.

[2] ZARZO M.E., “Jacques Derrida: Ontología y lingüística”, en Cuaderno de Materiales, nº 23, 2011, p. 803.

[3] Op. Cit., p. 185 y 186.

[4] Op. Cit., p. 202.

[5] Op. Cit., p. 211.

[6] Op. Cit., p. 242.

[7] Op. Cit., p. 261.

[8] Op. Cit., p. 263.

[10] Op. Cit., p. 265.

[11] BALCARCE G., “Estudios críticos: Michael Sprinker (comp.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros de Marx, de Jacques Derrida; Cristina de Peretti (comp.), Espectografías. Desde Marx y Derrida”, en Instantes y Azares: Escrituras Nietzscheanas. Año 2007, número 4-5, p. 213.

[12] Ibíd., p. 214.

[13] Ibíd., p. 215.

[14] Ibíd., p. 216.

[15] Ibíd., p. 217.

[16] Op. Cit. Nota al pie nº 2.

[17] Op. Cit., p. 220.

[18] Op. Cit., p. 221.

[19] BALCARCE G., “Modalidades espectrales: vínculos entre la justicia y el derecho en la filosofía derridiana”, en Contrastes. Revista internacional de Filosofía, vol. XIV (2009), pp. 23-42.

[20] Ibíd., p. 26.

[21] Ibíd., p. 29.

[22] CASTORIADIS C., Sobre el político de Platón, Editorial Trotta, Madrid, 2004, p. 165.

[23] CASTORIADIS, C., Una sociedad a la deriva, Katz, Buenos Aires, 2006, p. 19.

[24] Op. Cit., p. 31.

[25] DERRIDA J. Políticas de la amistad seguido de El oído de Heidegger, Editorial Trotta, Madrid, 1998, p. 37.

[26] Op. Ci., p. 34.

[27] Op. Cit., p. 36.

[28] Op. Cit., p. 36.

[29] Op. Cit., p. 38.

[30] DERRIDA J., Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional. Editorial Trotta, Madrid, 1998, p. 12.

[31] Op. Cit., p. 13.

[32] Op. Cit., p. 14.

[33] Op. Cit., p. 36.

[34] Op. Cit., p. 37.

[35] Op. Cit., p. 39.

[37] Op. Cit., p. 39.

[38] Op. Cit., p. 41.

[39] Op. Cit., p. 41 y 42.

[40] GOLDSCHMIT M., Jacques Derrida, una introducción, Nueva visión, Buenos Aires, 2004, p. 187.

[41] Ibíd., p. 190.

[42] Cfr. MACINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, capítulo 4.

[43] Op. Cit., p. 191.

[44] Op. Cit., p. 329.

[45] DERRIDA J., Cada vez única. El fin del mundo. Pre-Textos, Valencia, 2005, p. 33, en la Introducción.

[46] Cfr. DERRIDA J. Políticas de la amistad seguido de El oído de Heidegger, Editorial Trotta, Madrid, 1998.

[47] DERRIDA J y DEFOURMANTELLE, La hospitalidad, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2000, p. 21.

[48] Ibíd., p. 27.

[49] Ibíd., p. 31.

[50] Ibíd., p. 33.

[51] Ibíd., p. 66.

[52] Ibíd., p. 68.

[53] Ibíd., p. 76.

[54] Ibíd., p. 94.

[55] Cfr. http://www.youtube.com/watch?v=Neu4kI_Yi0A&feature=share, donde vemos a un Derrida que se posiciona contra el concepto cerrado de animal.

[56] Cfr. DERRIDA J., Cada vez única. El fin del mundo. Pre-Textos, Valencia, 2005.

[57] Ibíd., p. 134 y ss.

[58] “Es preciso ayudar a lo que llamamos Islam y a lo que se denomina  ‘árabe’ a escapar de estos dogmatismos violentos. Es preciso ayudar a los que luchan heroicamente, es este sentido, desde el interior”, en BORRADORI G., Le ‘concept’ du 11 septembre. Dialogues à New York (octubre-décembre 2001), Paris : Galilée, 2004, p.168.

[59] CHUN S., “Ontología y política en el debate Negri-Derrida”, en Instantes y Azares – Escrituras Nietzscheanas nº 9, año XI, primavera de 2011, p. 264. http://www.instantesyazares.com.ar/#!__numero-9

[60] Ibíd., p. 266.

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El concepto de servidumbre voluntaria en Étienne de la Boétie.

Posted by forseti4y9 en 14 febrero 2013

A lo largo de este trabajo nos preguntaremos acerca del concepto de servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie, noción que encierra una contradicción en sus mismos términos. A partir de ahí, estudiaremos si este concepto supone un modelo cerrado de dominación, digamos del Contra Uno, de la fuerza, que apela a la revolución, o a uno abierto, que apela a la amistad.

Y, concluiremos en que es un texto abierto, sí, pero en el sentido de que no da respuesta clara al enigma de la servidumbre voluntaria: la pregunta se mantiene sin respuesta al final del Discurso.

Es un Discurso sin solución-modelo. No obtenemos la copia de la llave de la felicidad. Tan sólo confiamos en su existencia, o al menos, seguimos buscándola, de la mano de la Weil de las Reflexiones, de Camus y acaso de Arendt, manteniéndonos inscritos en un marco común de referencia, el del la igualdad innata de los hombres.

 

Introducción: El discurso de la servidumbre voluntaria o Le Contr’un.

 

Para La Boétie, al menos en la lectura más fácil del texto, el verdadero secreto de toda dominación es hacer participar a los dominados en su dominación (más que la costumbre, o la religión o las supersticiones), instaurando una pirámide del poder, en donde el tirano domina a cinco, que dominan a cien, los cuales dominan a mil…

La Boétie opone el equilibrio del terror propio de los bandidos, iguales por su poder, a la amistad que permite vivir libre (la amistad sería en cierto modo la ‘solución’ al enigma laboeciano).

El tirano vive en el temor permanente, al estilo del déspota paranoico de Canetti en Masa y poder, cuando habla del comportamiento del individuo que llama superviviente, que refleja el deseo de quedar como único superviviente en un océano de muertos.

Pero esta lectura fácil del texto, que emparenta a La Boétie con lo que Abensour llama “los arcanos de la dominación”, como luego veremos, no es la única posible. Al contrario, La Boétie se sitúa en otra perspectiva: la de la servidumbre voluntaria, más allá del paradigma de [los arcanos de] la dominación y el equilibrio del terror.

En todo caso, sostenemos, como dice la Introducción a la edición en francés de 1892 de las Obras Completas de La Boétie[1], que El discurso de la servidumbre voluntaria se cuida de alejar de su razonamiento lo que pudiera ser objeto de una aplicación particular, no se le puede emparentar con la revuelta que tuvo lugar en Burdeos en 1548 y la represión del condestable.

Creer que este discurso fue una protesta indignada contra el condestable y tomarlo por una diatriba revolucionaria es establecer entre los actos y las palabras de La Boétie una divergencia que no existe. Durante toda su vida pública, La Boétie fue el enemigo de la revuelta y no rechazó reprimirla, cada vez que sus colegas del Parlamento le requirieron para ello.

Es por eso que la obra no tiene conclusión. No está de acuerdo con el asesinato del tirano, como el razonamiento de la antigua Roma y Grecia proponían. Asustado de tan terribles consecuencias, no ha sacado esa conclusión, porque eso hubiera sido dar, de antemano, el más formal desmentido a su conducta, completamente consagrada a salvaguardar la justicia y la paz.

Como remedio propone algo pueril, de acuerdo con su inexperiencia política y la honestidad de su carácter. Como dice Montaigne, La Boétie trato este tema en su adolescencia (sea con 16 o 18 años, y pese a que lo pudiera corregir años después) sólo como un ejercicio.

En este sentido, para Sainte-Beuve, la obra no es más que una declamación clásica, una obra de segundo año de retórica.

No obstante, pronto dejó de ser considerada una disertación especulativa, y se la llevó a la práctica. La Boétie se convirtió, sin quererlo, en el auxiliar de las pasiones y las discusiones políticas. Su obra se desnaturalizó.

En realidad, es simplemente el producto de una utopía, pero de una utopía grande y noble de amor a la humanidad. Todo es antiguo en ella: la forma, la inspiración, los pensamientos.

Es simplemente un grito contra la tiranía. No hay que buscar una razón política. No nos instruye, sólo nos obliga a pensar. Lo que le indigna es que el pueblo olvida su poder, porque es fuerte porque es numeroso, frente al hombre solitario que es débil porque está sólo.

En este sentido tal como dice Abensour está claro que La Boétie ha escrito “del lado de la democracia y a favor del pueblo. Lo prueba la reaparición casi automática del texto, casi anónimo, en cada período crítico de lucha por la democracia contra el Estado autoritario, como si, en este combate secular, el nombre de La Boétie y el recuerdo de su obra tuvieran la función de evocar, o mejor de contener, el núcleo democrático fundamental del cual las luchas en curso extraerían una incuestionable legitimidad”[2].

No se trata de esparcir la sangre, porque es el pueblo el propio autor de su servidumbre. Es el pueblo el que se somete voluntariamente. Por tanto, que deje de querer ser esclavo, y ya será libre.

Claro está: Esto es ingenuo, pues La Boétie parece creer que el hombre puede vivir en el estado de naturaleza, sin sociedad ni gobierno, y parece entrever que esta situación sería plena de felicidad para la humanidad.

En todo caso, podemos afirmar con Abensour que el cuestionamiento que hace La Boétie estaba destinado por excelencia a permanecer como tal, y se resiste a ser domesticado por las diversas interpretaciones que lo han inscrito en el “Panteón democrático”[3].

Pero a partir de la edición de 1835 del Discurso, “mentalidades poco formadas en la disertación e ignorantes de la antigüedad descubrieron y leyeron el Discurso para alimentar su rechazo del presente, cotidiano, del Estado”[4]. Y “La cuestión de la servidumbre voluntaria se transforma en trivial historia de la tiranía”[5].

 

Simone Weil y su lectura de la Ilíada.

 

Intentemos emparentar ahora esta obra de La Boétie con la visión del poder como fuerza que encontramos en Simone Weil, que en principio parecería claramente divergente de la propuesta de La Boétie.

Para Weil, el guerrero es semejante al incendio: “Las batallas no se deciden entre los hombres que calculan, reflexionan, toman una resolución y la ejecutan, sino entre hombres despojados de esas facultades, transformados, caídos en el nivel de la materia inerte que no es más que pasividad, o en el de las fuerzas ciegas que no son sino impulso. Ése es el secreto último de la guerra, y la Ilíada lo expresa mediante sus comparaciones, en las que los guerreros aparecen como semejantes al incendio, la inundación, el viento, los animales feroces, a cualquier causa ciega de desastre, o bien a animales perezosos, árboles, agua, arena, a todo lo que es movido por la violencia de las fuerzas exteriores. […] El arte de la guerra no es sino el arte de provocar esas transformaciones”[6].

Como señala Jiménez en su introducción a las Reflexiones, “Simone Weil señala la naturaleza estructural de fuerza y violencia de la civilización romana, que arrasó culturas enteras y para siempre: entre ellas la cultura occitana. La Roma vorax hominum es el paradigma de fuerza y violencia que ella verá reproducirse luego en el reinado de Luis XIV y, sobre todo, en el hitlerismo”[7].

Los cinco rasgos del poder como fuerza, tal como los hemos visto en el Curso de Máster, de la mano de Simone Weil, son: a) la deshumanización del hombre; b) la inercia es la ley que rige al hombre cosificado; c) la cosificación hace imposible la compasión hacia los desgraciados; d) imposibilidad del miserable de sentir su propia miseria; e) la fuerza lleva en sí su hybris, con su efecto catártico que refuerza los lazos de la polis, al ver lo que pasa si se sobrepasan los límites.

Como dice expresamente en su comentario sobre la Ilíada, a propósito de la fuerza: “Nadie la posee verdaderamente. En la Ilíada los hombres no están divididos en vencidos, esclavos y suplicantes, por un lado, y vencedores y jefes por otro; no hay en ella un solo hombre que no se vea, en algún momento, obligado a doblegarse bajo la fuerza. Los soldados, aunque libres y armados, no por ello dejan de sufrir órdenes y ultrajes”[8].

Efectivamente, la fuerza somete a todos los hombres, porque “el valor contribuye menos a determinar la victoria que el ciego destino, representado por la balanza de oro de Zeus”[9].

Y, como dice Weil, en último término lo que hay es un castigo de rigor geométrico que sanciona automáticamente el abuso de la fuerza, bajo la idea que aún subsiste en los países de Oriente bajo el nombre de karma[10].

Pero es difícil de conseguir que no se abuse de la fuerza, que haya un uso moderado de la misma, y ante el destino son igualmente inocentes los verdugos y las víctimas. Esto es así porque un hacer un uso moderado de la fuerza exigiría una virtud más que humana. Además, “la moderación tampoco carece de peligro, pues el prestigio, que constituye más de las tres cuartas partes de la fuerza, está hecho ante todo de la indiferencia orgullosa del fuerte por los débiles, indiferencia tan contagiosa que se comunica a quienes son objeto de ella”[11].

Esa “virtud más que humana” de la que nos habla Weil en su comentario sobre la Ilíada me recuerda a su referencia en una carta a Georges Bernanos, tras escribir que “no hay nada más natural para el hombre que matar”, a que “hay en ello un arrebato, una embriaguez a la que es imposible resistir sin una fuerza de alma que me veo obligada a pensar que es excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte”[12].

La fuerza petrifica tanto al hombre que sufre la fuerza como al que la maneja. Del cuadro uniforme de horror, sólo se salvan dispersos momentos, momentos breves y divinos en los que los hombres tienen un alma, momentos en los que aparecen el valor y el amor[13].

En este sentido, “el triunfo más puro del amor, la gracia suprema de las guerras, es la amistad que sube al corazón de enemigos mortales”[14].

Así pues, es cierto que los diagnósticos de La Boétie y de Weil son divergentes:

1-                      La Boétie ve posible liberarse de la servidumbre por la mera apelación del pueblo a creerse que son todo, y no nada.

En eso su pensamiento es el mismo del de Montesquieu: “Je ne puis comprendre, écrit quelque part Montesquieu, comment les princes croient si aisément qu’ils sont tout, et comment les peuples sont si prêts à croire qu’ils ne sont rien »[15].

2-                      Weil entiende la fuerza y la guerra como un fenómeno natural, como un incendio, como algo que petrifica tanto al que la sufre como al que la maneja.

No obstante, entiendo ambos autores convergen en que se deja abierta la solución[16]:

1-                      En La Boétie, apelando a la mera toma de conciencia del poder del pueblo, a la amistad como reverso de la servidumbre.

2-                      En Weill, apelando a los momentos de amor y valor, y a la amistad en último término, de manera análoga a La Boétie.

Tal como interpreta Abensour la relación entre La Boétie y S. Wiel, la interpretación que ésta hace de aquél es una interpretación que se inscribe dentro de lo que él llama ‘lecturas en busca de una solución’, semiproblemáticas. En concreto: “S. Weil afirma la necesidad de pensar la política como algo irreductible al efecto de una instancia exterior […] Prendados de la genialidad de La Boétie, pero deseando escapar a la influencia de un negativismo radical, tanto S. Weil como P. Leroux tienen prisa por concluir[17] […]”.

Si Leroux[18] ataja el problema y “convierte la utopía negativa de la “amistad”, en una organización positiva”; en lo que concierne a Weil, “el análisis del concepto de fuerza sería, si diéramos crédito a S. Weil, la vía por la que nos dirigiría La Boétie: proponiendo una oposición abstracta entre la fuerza fulgurante del pueblo rebelado y las exigencias de orden organizativo del trabajo cotidiano, logra sustraerse a la extrañeza que conforma el problema, situando en tiempos diferentes autonomía y heteronomía, procediendo a la disyunción temporal de lo que, en la institución continuada de la sociedad histórica, no podría ser desglosado, la inconcebible servidumbre voluntaria. De la lucha de La Boétie por la no-mentira, no sabe más que la desencantada aceptación de un reformismo antiautoritario[19].”

La lectura que Abensour hace de la relación entre Weil y La Boétie nos parece acertada en el sentido de que Weil interpretaría el enigma laboeciano bajo el modelo de la fuerza pero sin reducir la política a una instancia exterior; y añadiendo que la solución de ambos fluye por un mismo río, el de la inteligencia del problema y la apelación a la amistad.

 

Simone Weil y sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social.

 

Podemos entender que en Weil se apela a una transformación de la cultura y de la producción como medio para liberar verdaderamente a los hombres, elaborando los fundamentos de una nueva civilización, tal como plantea en Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale.

La solución para Weil no reside ni en el capitalismo ni en el marxismo (sin negar la calidad de su análisis del capitalismo). Constata que las formas sociales menos opresivas se caracterizan por un débil nivel tecnológico. Hay que sustituir los medios por los fines. Hay que liberarse de la sed de poder ilimitado, fuente de toda opresión. Hay que construir la libertad.

En este sentido, para Weil, tal como subraya L’equipe Scripto[20], la libertad no se define por una relación entre el deseo y la satisfacción sino en una relación entre el pensamiento y la acción.

Así, la resistencia a la opresión reside fundamentalmente en la educación. No se liberará a los hombres echando abajo el capitalismo, ni destruyendo la burguesía, sino educándolos, dándoles un nivel de conocimiento suficiente para que desarrollen una conciencia superior a lo maquinal, y una conciencia de la necesidad de conservar esta superioridad.

Sin embargo, Weil es pesimista cara al futuro. Pero al menos hay que salvar el principio mismo de la conciencia, pues cuando la máquina haya llegado al final de su carrera, acabados los recursos naturales del planeta, ese principio puede resurgir y colmar progresivamente el retraso acumulado.

 

Simone Weil y Albert Camus.

 

En este sentido, Gabriella Fiori[21] traza similitudes entre Camus y Weill. Así, en Carnets puede leerse: « S.W. Contradiction entre la science et l’humanisme. Non. Entre l’esprit scientifique dit moderne et l’humanisme. –Car le déterminisme et la force nient l’homme. ‘Si la justice est ineffaçable au cœur de l’homme, elle a une réalité en ce monde. C’est la science alors qui a tort’ »[22].

Habría un diálogo secreto entre ambos autores, pues los dos tienen la misma conciencia de lo trágico de nuestra época, y tienen una sintonía en cuanto a sus virtudes análogas, sobre todo la fidelidad al honor interior (que desean formar y respetar en ellos mismos) y por analogías de sufrimiento (en Weil un dolor de cabeza incurable, en Camus la tuberculosis) y de aspiración ética, como aspiración que les es una prioridad absoluta.

En Reflexions sur les causes de liberté et de l’oppression sociale[23], en concreto aludiendo a su capítulo III[24], donde habla del marco teórico para una sociedad libre, Fiori encuentra la concepción weiliana de la libertad como realidad en el corazón del hombre y como ideal.

“Nada en el mundo, sin embargo, puede impedir al hombre sentir que ha nacido para la libertad. Jamás, suceda lo que suceda, puede aceptar la servidumbre; porque piensa […] El comunismo imaginado por Marx es la forma más reciente de este sueño; un sueño que, como todos los sueños, siempre ha resultado vano y, si ha podido consolar, lo ha hecho como el opio; es hora de renunciar a soñar la libertad y decidirse a concebirla. Lo que hay que intentar representar claramente es la libertad perfecta, no con la esperanza de alcanzarla, sino con la esperanza de alcanzar una libertad menos imperfecta que la de nuestra condición actual, ya que lo mejor sólo es concebible por lo perfecto; sólo puede dirigirse hacia un ideal. El ideal es tan irrealizable como el sueño, pero, a diferencia de éste, mantiene relación con la realidad, permite, a título de límite, ordenar las situaciones, reales o realizables, desde su menor a su más alto valor.[25]

 

El fin último sería la transformación del hombre en ser humano responsable a través de su autoeducación, que, en esta primera fase, encuentra su motivación en el deseo de libertad, y en la segunda fase de su pensamiento social (L’Enracinement) la encuentra en la aspiración al bien.

Se trata de una confianza en el hombre y en sus capacidades de dépassement; esta confianza también la encontramos en Camus.

El propio Camus  escribió en una carta dirigida a Guy Dumur: “Vous avez été attiré par le pessimisme qu’on peut sentir dans ce que j’ai écrit. Mais je voudrais au contraire vous faire partager de qu’il faut bien que j’appelle mon optimisme. Il faut être pessimiste en ce qui concerne la condition humaine, mais optimisme en ce qui concerne l’homme. On n’a pas fait assez pour lui ou, plus exactement, il n’a pas fait assez pour lui-même ».

Otro rasgo común a ambos autores sería que no quieren que el hombre se vea reducido a la historia.

Al final de su ensayo, Simone Weil, deseando una civilización menos inhumana, piensa que hace falta “réagir contre la subordination de l’individu à la collectivité”, ce qui “implique qu’on commence par refuser de subordonner sa propre destinée au cours de l’histoire”.

Testimonio de la amistad entre ambos autores es la presentación de L’Enracinement que hace Camus en el boletín de junio de 1949, nº 24 de la NRF. Ahí, Camus nos dice “Dans le temps de la puissance et au siècle de l’efficacité, ces vérités sont provocantes. Mais il s’agit d’une provocation tranquille ! Ce sont les certitudes de l’amour »,

Camus nos invita a imaginar « la solitude d’un pareil esprit dans la France d’entre les deux guerres » y piensa que por eso mismo no hay que extrañarse si Simone Weil  «a voulu partager le sort des plus humbles, se réfugiant dans les usines ». Porque « quand une société court irrésistiblement vers le mensonge, la seule consolation d’un cœur fier est d’en refuser les privilèges ».

Esto me recuerda a La Boétie, pues los que están en la base de la pirámide, los granjeros y los obreros, son en un cierto sentido libres: ejecutan las órdenes de sus superiores y hacen lo que quieren del resto de su tiempo. Aunque bien es cierto que se sigue preguntando si eso es vivir feliz o incluso si a eso se le puede llamar simplemente vivir.

En todo caso, como señala Droz, en Weil me parece ver una salida en la educación y la pedagogía como medios para cualquier aprendizaje de la vida. Como escribe Weil a Jean Posernak: « Cést dans cette vie qu’il s’agit de s’élever sur le plan des choses éternelles (mens sentit experiturque se, aeternam esse, disait Spinoza), en s’arrachant à l’emprise de ce qui naît et périt perpétuellement. Et si tout disparaît avec la mort, il est bien plus important encore de ne pas louper cette vie qui est accordée et d’avoir sauvé son âme avant qu’elle disparaisse. Je suis convaincue que c’est là la vraie pensée de Socrate et de Platon (comme aussi de l’Évangile) et que tout le reste n’est que symbole et métaphore » [26].

En definitiva, pienso que la apelación última a la amistad, como reverso de la servidumbre voluntaria de La Boétie o de la fuerza cosificadora de Weil en su lectura de la Ilíada, como solución para propiciar la liberación del hombre, parte de una toma de conciencia del pueblo, que se basa en la perfectibilidad del hombre, común por otra parte a Camus, como ser que no está sometido a determinaciones naturales o instintos invariables. O al menos, hay que actuar como si el hombre se pudiera liberar, en último término.

La propia Weil, de quien sería más difícil afirmar esa perfectibilidad del hombre, a la vista de su lectura de la Ilíada, en cambio en sus Reflexiones encabeza el ensayo con dos citas que son en cierta manera antagónicas:

”En lo que concierne a las cosas humanas, ni reír, ni llorar, ni indignarse, sino comprender”. Spinoza.

“El ser dotado de razón puede hacer de cualquier obstáculo materia de su trabajo, y sacar partido de ello”. Marco Aurelio.

Como escribió Rousseau en el Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalite:

« La Nature seule fait tout dans les opérations de la bête, au lieu que l’homme concourt aux siennes, en qualité d’agent libre ».

 

La revolución.

 

Pero una toma de conciencia que no es el paso previo a la revolución entendida al estilo de Marat, pues la propia Weil señala es sus Réflexions que una vez pasado más de un siglo desde 1789 la esperanza en una revolución próxima ha perdido todo lo que podía servirle de soporte[27].

Es más, y sus palabras parece que nos sean demasiado cercanas, dice que el primer deber que nos impone el período presente es tener el suficiente coraje intelectual para preguntarnos incluso si el término revolución no es más que una palabra, si tiene contenido preciso, si no es simplemente una de las numerosas mentiras que ha suscitado el régimen capitalista en su desarrollado y que la crisis actual nos hace el favor de desvelar[28].

Por supuesto, Weil es crítica con el capitalismo, pues dice que toda nuestra civilización está fundada sobre la especialización, lo que implica la servidumbre de los que ejecutan a los que coordinan, y que sobre tal base sólo se puede organizar y perfeccionar la opresión, y no aligerarla. Y que la instauración de un régimen de libertad e igualdad supone precisamente una transformación de la producción y la cultura diferente que la de la sociedad capitalista[29].

Pero también critica la concepción marxista de las fuerzas productivas, el porqué deberían siempre crecer, y porqué las instituciones sociales opuestas deberían perecer ante esas fuerzas productivas. Esto es, la concepción marxista de la revolución estaría desprovista de todo carácter científico. No sería más que una continuación del hegelianismo (aunque haya pretendido remettre sur ses pieds la dialéctica hegeliana), que concibe la historia como una perpetua aspiración a lo mejor.

Sería un hegelianismo a contrapelo, un materialismo que ya no es religioso ni una doctrina sino un método de conocimiento y de acción.

En este sentido, el método materialista de Marx es un instrumento virgen, del que ningún marxista se ha servido verdaderamente, ni siquiera el propio Marx[30].

El progreso técnico consiste en a)  la utilización de los recursos naturales de energía, que no son ilimitados y que se deciden por el azar; b) la racionalización del trabajo, que proporciona progresos, gracias a la concentración, división y cooperación de los esfuerzos, pero que no son ilimitados, e incluso han sido ya superados los límites a partir de los cuales se convierten en factores de gasto, pues las grandes empresas hacen crecer los gastos generales, y no disminuirlos, y la extensión de los intercambios causa más gastos de los que evita, con lo que el progreso se transforma en regresión; c) la coordinación de los esfuerzos en el tiempo, o la sustitución por trabajo muerto del trabajo vivo, de tal modo que la técnica lograría llegar a una etapa donde todos los trabajos estarían ya hechos, una etapa en la que la técnica sería automática, y se podría confiar a la máquina no sólo una operación siempre idéntica sino incluso un conjunto de operaciones variadas. Sería una técnica automática que se desarrollaría indefinidamente. El mito americano del robot: supresión completa del trabajo humano por un acondicionamiento sistemático del mundo.

Y la opinión de Weil es crítica: nunca ninguna técnica dispensará a los hombres de renovar y adaptar continuamente las herramientas de las que se sirven al sudor de su frente. A mayor nivel de técnica, las ventajas que aportan los nuevos progresos disminuyen en relación a los inconvenientes.

El problema es que no tenemos medio de saber a partir de qué límite el progreso técnico se transforma en factor de regresión económica. En todo caso, ese límite se ha sobrepasado ya, dado que la complicación de las relaciones económicas actuales y la extensión formidable del crédito impiden a los empresarios darse cuenta inmediatamente de que un factor que antes era ventajoso ha dejado de serlo[31].

En este sentido, nos dice Weil, la etapa superior del comunismo considerada por Marx como el último término de la evolución social es una utopía absolutamente análoga a la del movimiento perpetuo. Y es en nombre de esa utopía que los revolucionarios han vertido su sangre.

La historia del movimiento obrero se ilumina de una claridad cruel cuando nos damos cuenta de que pensar que el sistema de producción actual podría ser puesto por simple decreto al servicio de una sociedad de hombres libres e iguales[32].

En definitiva, la palabra revolución es una palabra por la que se mata, por la que se muere, por la que se envía a las masas populares a la muerte, pero que no tiene ningún contenido.

Lo que sí admite Weil es entender el ideal revolucionario no como perspectiva posible, sino como límite teórico de las transformaciones sociales realizables: la revolución lo que debe hacer es abolir la opresión social (que no es lo mismo que subordinación de los caprichos individuales a un orden social) entendida como poner a los que padecen  las reglas bajo la discreción de lo que las hacen.

Pero ni siquiera se puede suponer que la supresión de la opresión sea posible aunque sólo sea concibiéndola como un límite.

Al menos, concluye Weil, si llegamos a la conclusión de que la organización liberadora es imposible, podríamos resignarnos a lo opresión, y dejar de creernos cómplices por el hecho de no hacer nada por impedirlo[33].

En este sentido, en tanto que ella no se resignó a no hacer nada, podemos colegir que al menos sí creía en una solución al problema planteado por La Boétie, que es el problema de la política, el de la sumisión y la opresión, una solución que al menos habría de plantearse como límite teórico a las transformaciones sociales realizables, para que la opresión no vaya a más, para que la sumisión correspondiente no sea cada vez mayor.

Es más, en el segundo capítulo de sus Réflexions, donde analiza la opresión, señala que la buena voluntad de los hombres que actúan como individuos es el único principio del progreso social; si las necesidades sociales, una vez claramente percibidas, se revelan como que están fuera del alcance de esta buena voluntad igual que aquellas que rigen los astros, cada uno no tendría más que mirar cómo se desarrolla la historia igual que se mira cómo pasan las estaciones del año, haciendo todo lo posible para evitarse a sí mismo y a sus más cercanos la desgracia de ser o un instrumento o una víctima de la opresión social[34].

Para ello, habría que definir idealmente las condiciones objetivas que darían lugar a una organización social absolutamente libre de opresión; luego buscar por qué medios y en qué medida se pueden transformar las condiciones dadas efectivamente para acercarlas a ese ideal; encontrar cual es la forma menos opresiva de organización social para un conjunto de condiciones objetivas determinadas; y definir el poder de acción y las responsabilidades de cada uno en ese contexto.

De este  modo, la política se convertiría en algo parecido a un trabajo, en lugar de ser, como hasta ahora, sea un juego sea un tipo de magia[35].

El problema es que es imposible escribir, estudios técnicos, históricos o científicos, si no están al servicio de los opresores. Que nadie tiene ni idea de cuáles son los fines y medios de lo que se llama normalmente acción revolucionaria. Que el reformismo, que parecería algo razonable, ha servido como pretexto para rendirse, y que nadie sabe qué es lo peor y lo mejor en función de un ideal claramente definido.

Lo que sí que tenemos es el análisis de Marx, como análisis no del estudio concreto del capitalismo, al que él creía que se limitaba su estudio, sino como un análisis que en algunos puntos puede haber encontrado la naturaleza escondida de la opresión en sí misma[36].

En las formas superiores de organización social, la acción humana no deja de ser, en conjunto, más que pura obediencia al aguijón brutal de una necesidad inmediata; sólo que ahora en vez de ser hostigados por la naturaleza, el hombre es hostigado por el hombre[37].

La noción de fuerza es compleja, pero es la primera que tiene que ser elucidada para plantearnos problemas sociales. La fuerza y la opresión son dos cosas distintas. Es la naturaleza de una fuerza lo que determina si es o no opresiva, no la manera en la que se usa una fuerza cualquiera.

La opresión procede de condiciones objetivas:

a) La existencia de privilegios, que viene determinados no por las leyes o los títulos de propiedad, sino por la naturaleza misma de las cosas, que hace que haya monopolios en manos de algunos, que disponen de  aquellos de los que dependen, con lo cual la igualdad peligra. Por ejemplo es lo que sucede con los ritos religiosos que quedan bajo el monopolio de los sacerdotes. Lo mismo sucede con los procedimientos científicos, con los sabios o técnicos.

Así los trabajadores quedan a la merced de los guerreros. La organización de los intercambios queda en manos de algunos especialistas que tiene la moneda. La coordinación se convierte en el monopolio de ciertos dirigentes, y cuando esta alcanza cierto grado de complicación, surge la obediencia como la primera ley de ejecución, tanto en los asuntos públicos como en las empresas.

b) Los privilegios no bastan por sí solos para determinar la opresión, pues la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes podrían dulcificar las desigualdades.

La necesidad más brutal que las propias necesidades naturales surge por otro factor: la lucha por el poder.

El poder, como ha comprendido Marx para el capitalismo, encierra una especie de fatalidad que pesa despiadadamente tanto sobre los que mandan como sobre los que obedecen.

La lucha contra la naturaleza por necesidades inevitables tiene sus propios límites. Pero en la lucha directa que se da entre los hombres, ya no con la naturaleza, conservar el poder, para los poderosos es una necesidad vital, porque es su poder lo que los alimenta, y lo debe conservar tanto contra sus rivales como contra sus inferiores[38].

Así, este círculo sólo se puede romper de dos maneras: o suprimiendo la desigualdad, o estableciendo un poder estable, un poder donde haya un equilibrio entre los que mandan y los que obedecen. Pero esta segunda opción, que defienden los que se llaman realistas, hombres de derecha sinceros, es tan quimérica como la utopía anarquista.

Los hombres, a diferencia de las piedras, son seres esencialmente activos, y tienen la facultad de determinarse ellos mismos, de la que nunca pueden abdicar, incluso aunque quieran.

Así, toda victoria sobre los hombres encierra en sí misma el germen de una posible derrota, salvo que se llegue al exterminio. Pero el exterminio suprime el poder al suprimir el objeto.

Por tanto, en la esencia misma del poder hay una contradicción fundamental, que le impide existir realmente si hablamos con propiedad.

La dominación, el poder, es esencialmente imposible de poseer. Porque todo poder es inestable.

En la propia Ilíada, nos dice Weil en sus Refléxions, el verdadero tema es la empresa de la guerra sobre los guerreros, y por su intermediación, sobre todos los hombres; nadie sabe porqué cada uno se sacrifica, sacrifica a todos los suyos, en una guerra asesina y sin objeto. Por eso a lo largo de todo el poema se atribuye a los dioses esa influencia misteriosa que hacer fracasar las conversaciones de paz y que enciende de nuevo las hostilidades.

Por tanto, en ese antiguo y maravilloso poema aparece ya el mal esencial de la humanidad: la substitución de los fines por los medios[39].

Es más, en el capítulo IV de sus Réflexions, cuando hace un esbozo de la vida social contemporánea, señala que ese darle la vuelta a la relación entre medios y fines, que es la ley en cierta medida de toda sociedad opresiva, se convierte aquí en total o casi total, y se extiende casi todo[40].

El sistema capitalista, que parece que sea en apariencia el mismo de hace cincuenta años, se orienta por completo hacia la destrucción[41].

Pero su conclusión va en el sentido que hemos apuntado antes, de no caer en el derrotismo, pues cuanto mayor sea la capacidad individual de pensar, la vida será tanto menos inhumana[42], y reaccionar contra la subordinación del individuo a la colectividad supone empezar por rechazar subordinar su propia destino al curso de la historia[43].

A diferencia de Weil y de La Boétie que critican o no aluden, respectivamente, al concepto de revolución, Marat más de veinticinco años antes de la Revolución de 1789, escribía en la contraportada de su libro Les chaînes de l’esclavage[44]:

 

« Le Mal est dans la chose même et le remède est violent. Il faut porter la cognée à la racine. Il faut faire connaître au peuple ses droits et l’engager à les revendiquer ; il faut lui mettre les armes à la main, se saisir dans tout le royaume des petits tyrans qui le tiennent opprimé, renverser l’édifice monstrueux de notre gouvernement, en établir un nouveau sur une base équitable. Les gens qui croient que le reste du genre humain est fait pour servir à leur bien-être n’approuveront pas sans doute ce remède, mais ce n’est pas eux qu’il faut consulter ; il s’agit de dédommager tout un peuple de l’injustice de ses oppresseurs. »

 

Por cierto, un Marat del podemos sospechar, con Abensour, que haya plagiado a La Boétie. Y sería un plagio “tan reductor como la más mediocre de las interpretaciones militantes” en ese enigma mismo de lo político que La Boétie había llevado “a su más alto punto de fascinación: ¿por qué hay servidumbre voluntaria más que amistad?; ¿por qué, traduciéndolo a términos de P. Clastres, existen sociedades a favor del Estado más que sociedades contra el Estado?”[45].

“El amor por el dominio es natural en el corazón humano, y, cualquiera que sea el estado en que se lo tome, siempre aspira a imponerse: tal es el principio de los abusos que los depositarios de la autoridad hacen de su poder; tal es la fuente de la esclavitud entre los hombres.” La cuestión queda así zanjada para Marat; no se trata más que de dar la felicidad al pueblo a pesar suyo, contra su estupidez natural. De este modo, la dictadura revolucionaria y las revoluciones desde arriba se asoman con él en el horizonte. Retengamos de esta primera constelación revolucionaria que allí donde excave el viejo topo, resonará, bien o mal, el nombre de La Boétie[46].

 

Elementos centrales del Discurso.

Siguiendo a Martín[47], de la mano de la tradicional interpretación de Abensour, podemos reducir a cinco los elementos centrales del discurso de La Boétie:

En primer lugar: “Origen interno de la servidumbre. La “servidumbre voluntaria designa un estado de no-libertad, de sujeción que tiene por particularidad que la causa de la esclavitud ya no es exterior sino interior”. Los dominados son la causa de su propia situación de sujeción. Por un lado, como señala Martín, esta hipótesis propone un rechazo de la eficacia de los arcanos de la dominación: ni la fuerza ni el engaño pueden lograr que unos hombres impongan el yugo a otros hombres; al contrario, el tirano “no dispone de más poder que el que se le otorga”. Por otra parte, este descubrimiento no es el descubrimiento de una naturaleza humana según la cual el hombre tendería al amor de la dominación sino el descubrimiento de un escándalo para la razón y la naturaleza (o la condición) de los hombres que señala “una extraña proximidad del deseo de libertad al deseo de servidumbre” de modo que el primero puede volverse el segundo.”

A este respecto, considero que entre esos arcanos de la dominación podría incluirse a Weil, con la salvedad, que no es poca, de que el sentido de la fuerza cosificadora va en ambas direcciones, petrifica tanto al que sufre la fuerza como al que la maneja, y deja una salida en la educación, en los términos anteriormente expuestos.

En segundo lugar: “El carácter activo de la servidumbre voluntaria. No se trata de la pasividad ante la situación de dominación ni de una aceptación resignada o un consentimiento tácito, sino de un deseo de servidumbre y una adhesión activa. El corolario de esta idea, ya en sí misma sorprendente, no deja de ser a su vez sorprendente pese a que se infiere de ella de manera directa: para recuperar la libertad y liberarse del yugo los hombres no deben “siquiera intentar hacerlo”, basta “únicamente [con querer] hacerlo”, basta el deseo de libertad y dejar de hacer, dejar de adherir fervientemente al tirano”.

En este punto, me gustaría traer a colación a Lefort, siguiendo los comentarios que la respecto hace Coutant[48], quien señala que el proceso funciona con símbolos, con emociones, con rituales. Los signos, las imágenes no se dirigen a la razón sino a la mirada y a los afectos, de manera inconsciente.

Lefort, en este sentido, habla de la fuerza del deseo y la creencia: La servidumbre voluntaria evocaría el amor de sí, el narcisismo social. Y su efecto es el del deseo radicalmente dividido; el lugar circunscrito del amo y el esclavo; el deseo de los esclavos se les vuelve indescifrable, alojado en su propia condición, sustraído al conocimiento de las cosas que desean como su bien. Con la servidumbre, el encanto del nombre de lo Uno ha destruido la articulación del lenguaje político. El pueblo quiere ser nombrado: pero el nombre en el cual abolen la diferencia de uno a uno, el enigma de la división social, la prueba del reconocimiento indefinidamente aplazado es el nombre del tirano.

Por eso es mejor hablar de sumisión sin obligación, y no voluntad consciente y decidida. Si se admite que la servidumbre concierne a lo íntimo de cada humano, entonces debe admitirse que la sumisión concierne a una relación con el deseo. Esto se constata fácilmente en el contexto erótico. Es el tipo de comportamiento desarrollado en la obra de Sade y de Sacher-Masoch. En ese marco, el placer puede estar ligado a la sumisión, al dolor, un dolor que a menudo es moral. Acuerdo muchas veces tácito en tanto que la persona no se opone abiertamente, y si su rechazo a continuar es respetado.

En tercer lugar, para Abensour, y en este punto seguimos a Martin: “La hipótesis de la servidumbre voluntaria describe un fenómeno colectivo y no individual; es una hipótesis política. No se trata de una tesis sobre la moral individual ni sobre la economía de las elecciones individuales o sobre sus consecuencias no deseadas, sino de una tesis sobre una forma de instauración de la relación con el poder, sobre la forma de institución política de lo social. La Boétie habla de “miles de hombres”, de “un millón de hombres”, de “cien países”, de “mil ciudades”; también desarrolla el tema de la libertad en términos de la oposición política clásica entre tiranía y república; en fin, la evidencia textual más importante sin duda está en la diferencia que propone La Boétie entre ser todos uno y ser todos unos, es decir, la diferencia entre la figura del Uno, erigida por el deseo de servidumbre voluntaria, y la pluralidad fundada en relaciones horizontales de amistad”.

En cuarto término: “La Boétie plantea “la pregunta por excelencia destinada a permanecer pregunta” y esto implica mantener una atenta vigilia respecto de las respuestas que se den a la pregunta. En este sentido, el discurso de La Boétie presenta una heterogeneidad en el registro del discurso filosófico, la cual responde a esta diferencia entre pregunta e hipótesis. Así, cuando examina las posibles causas de la servidumbre (la cobardía, la costumbre, una disposición de los hombres a la domesticación) dando respuesta a la pregunta que abre el Discurso, La Boétie presenta la cercanía del discurso de verdad del filósofo con la posición del tirano. La pregunta persiste en su carácter de cuestionamiento más allá de toda respuesta, como ejercicio de un pensamiento en los límites de lo pensable en tanto que piensa lo innombrable. La respuesta tiraniza el pensamiento, detiene la inquietud, cierra el enigma y acerca el filósofo al tirano”.

En quinto término: “La potente originalidad de La Boétie contribuye a pensar los acontecimientos traumáticos y sin precedentes del siglo XX, algo que en la perspectiva de Abensour, que compartimos, no podría hacerse desde la tradición del pensamiento político que había establecido de manera perdurable las categorías a partir de las cuales entender los asuntos humanos. En este sentido, La Boétie sería el ejemplo del contra- Hobbes que exigen los acontecimientos traumáticos del siglo XX: este siglo habría efectivamente mostrado en varias oportunidades cómo los hombres “pueden superar el miedo a la muerte [i.e., los límites de la autoconservación], al punto de dar rienda suelta a funestos movimientos mortíferos”.

 

Excursus sobre la servidumbre voluntaria como servidumbre sin obligación.

 

A modo de excursus, podemos añadir que  el estudio de la servidumbre voluntaria entendida como servidumbre sin obligación al que nos hemos referido al hacer referencia a Coutant, también podemos traer a colación las investigaciones de Bauvois en psicología social. En primer lugar, se declara libre al sujeto que se quiere someter. Luego,  se le dan razones elevadas para racionalizar su sumisión (las razones morales o humanitarias son muy eficaces), y se acaba por cambiar las reglas utilizando la teoría del pie en la puerta; el que se somete, acepta bastante fácilmente ir más lejos en su sumisión si se le pide poco después de que haya dado su acuerdo de una manera u otro.

Este tipo de compromiso es habitual y se ritualiza desde nuestra infancia con nuestra familia, los próximos y las autoridades de las que dependemos. Es una relación humana que se dirige a lo emocional, a los afectos.

Esto es, se declara al individuo libre y a la vez se le somete por el discurso, en una obligación mental.

Otro enfoque teórico que puede servirnos en la comprensión de la servidumbre sin obligación, tal como señala Coutant, es el del don y el contra don estudiado por Marcel Mauss. El don nos instala en la obligación de devolverlo. El intercambio es una relación entre humanos, relación que a menudo es una relación desigual, una relación de sumisión, que es también una relación de grupo a grupo. Este tipo de funcionamiento puede vivirse en el cambio de trabajo por salario, o salario por trabajo, en el intercambio de la protección por sumisión que se da en el marco institucional del Estado. Pero también puede vivirse en la vida militante: la idea libertaria nos da una buena imagen de nosotros mismos, una valoración personal, a cambio de lo cual debemos aceptar la sumisión a la organización. Así, cambiamos nuestra devoción por la causa por un puesto en el cielo de la humanidad, un paraíso visto bajo la forma de la utopía comunista libertaria. Estos dones y contradones son también ritualizados y reactivados muy a menudo para el buen funcionamiento de las comunidades humanas.

Y podríamos preguntarnos si La Boétie y Weil, o el propio Camus, no entrarían en esa sumisión voluntaria de la idea libertaria que acabamos de apuntar. Pero es tiempo de cerrar ya este excursus y volvamos a analizar el discurso de La Boétie desde otra perspectiva.

 

Hannah Arendt.

 

Por otro lado, tal como propone Martín, podemos poner en relación también el discurso de La Boétie con el pensamiento de Arendt.

“Por el lado de Arendt, habrá que considerar la oposición que plantea entre acción/poder y violencia/dominación; por el lado de La Boétie, habrá que reconocer todos los elementos mencionados partiendo del rechazo que la hipótesis de la servidumbre voluntaria supone de la eficacia de los arcanos de la dominación. Puede avizorarse ya un punto de conflicto entre las dos perspectivas: el conflicto entre la oposición arendtiana entre poder y dominación y la proximidad entre deseo de libertad y deseo de sumisión que propone el discurso de La Boétie”.

Siguiendo otra vez a Martín, podemos resumir la postura de Arendt a este respecto: “¿La oposición entre violencia/dominación y política (Arendt) es compatible con la hipótesis de la servidumbre voluntaria, que halla una relación interna entre los términos opuestos, violencia/dominación y poder/libertad (La Boétie)?.

Miguel Abensour responde la pregunta por la negativa rotunda: Hannah Arendt nunca se hizo la pregunta sobre la servidumbre voluntaria”.

A este respecto, Martín argumenta que, “pese a la diferencia tajante que Arendt establece entre poder y violencia, entre acción y dominación, es posible afirmar que ella, por momentos, piensa el poder en términos que la acercan a un enigma próximo al de La Boétie. Esos momentos se presentan cuando ella reflexiona sobre lo que en una ocasión describió como la “preeminencia fundamental del poder sobre la violencia” —“this fundamental ascendancy of power over violence”. Subrayemos sin dilaciones el desplazamiento que encontramos aquí: preeminencia, no oposición. Esto quiere decir, que estamos ante términos que, aun cuando sean opuestos, son de distinto orden o registro, teniendo uno de ellos, el poder, un privilegio ontológico sobre los demás. Dicho de otro modo, la violencia y la dominación (que se basa en diversas formas de violencia, física, simbólica, ideológica) dependen del poder”.

En este sentido nos parece muy sugestiva la propuesta de Martín en su comparación entre La Boétie y Arendt,  pues encuentra que también en Arendt hay una apelación a la obediencia. Pero estamos más de acuerdo con Abensour en el sentido de que Arendt no se plantea la misma pregunta de la servidumbre voluntaria.

Como escribe Arendt: “Donde las órdenes no son ya obedecidas, los medios de violencia ya no tienen ninguna utilidad; y la cuestión de esta obediencia no es decidida por la relación mando-obediencia sino por la opinión y, desde luego, por el número de quienes la comparten. Todo depende del poder que haya tras la violencia. (…) [La] obediencia civil (…) no es más que la manifestación exterior de apoyo y asentimiento”. Como señala Martín: “Lo que Arendt nos dice en este fragmento es, en primer lugar, que la violencia depende de la dominación y no al revés; es decir, antes de obedecer porque la violencia obliga hay una obediencia que sostiene los instrumentos de violencia. Pero esto no es todo. Arendt le resta enseguida toda entidad a la obediencia: políticamente hablando la obediencia no es nada, debe ser tomada como manifestación de una opinión de apoyo o asentimiento”.

“En otros términos, el poder es más poderoso que la violencia. En efecto, Arendt nos dice que si todo dependiera de la acumulación de fuerzas y de instrumentos de violencia, las revoluciones habrían sido imposibles frente al poderío del Estado”.

Martín también nos trae a colación la tesis de Leibovici respecto al totalitarismo en el pensamiento de Arendt, que dejaremos ahora de lado.

“En vistas de este análisis, se trataría de dos hipótesis diferentes: la de La Boétie, que sirve para pensar la tradición tiránica, y la de Arendt (y Leibovici), que capta la singularidad sin precedente del totalitarismo. […] Habría en la posición de Arendt una negación al enigma de la servidumbre voluntaria, lo que nos llevaría a preguntarnos si eso no nos devuelve de algún modo a un pensamiento de los arcanos de la dominación, o bien, si no habría una tercera perspectiva. Podríamos incluso pensar en una combinación: el totalitarismo podría ser pensado según el enigma de la servidumbre voluntaria en sus etapas formativas, pre-totalitarias; pero habría llevado ese impulso de voluntad de servidumbre hasta su punto más extremo aprovechando la debilidad que allí alcanza la libertad para atacarla en sus propias fuentes”

Continúa Martín: “Agreguemos, a favor de este argumento, que en la hipótesis de La Boétie puede figurarse la tiranía en forma de pirámide escalonada de dominación, figura típica de la dominación que Arendt rechaza rotundamente para pensar el totalitarismo. Arendt observa que el totalitarismo es algo diferente, estructurado en capas concéntricas, más cercano a la metáfora de la cebolla o a la del “anillo de hierro”.

En todo caso, del análisis de Martín queremos quedarnos con su reflexión de que “en las reflexiones sobre el poder en Arendt existe una dimensión, un giro, que permite pensar el poder con una preeminencia respecto de la dominación y la violencia, preeminencia que les resta eficacia a estas últimas. La violencia y la dominación dependen del poder de los hombres.”

Esta lectura alejaría a Arendt de una lectura anclada en los arcanos de la dominación, de la dominación de Marat, de la fuerza cosificadora de Weil, y la acercaría a La Boétie y a apelación a la perfectibilidad humana.

La de Marín, nos parece una lectura muy sugerente, como ya hemos dicho, sobre todo porque repasa diversas posturas que matizan las posibles lecturas del texto de La Boétie, motivo por el que hemos transcrito gran parte de sus comentarios, para poder provocar el debate en el marco del Curso de Máster, pero en cualquier caso me parece que Arendt se sitúa en las antípodas del discurso laboetiano.

 

Emilio Lledó.

 

Pasando a analizar otra posible salida a la pregunta de La Boétie y al enigma de la servidumbre voluntaria, que a la vez puede ser también una manera de salir de esa cosificación y doble petrificación weiliana de la fuerza, quiero ahora fijarme en la que apunta Lledó cuando se remite al espacio de lo cultural como territorio propio de lo humano. “La historia, la cultura, el lenguaje, las ideas de los hombres, constituyen el motor con el que se rompe ese cerco. Nadie puede escapar –sólo los Inmortales- de ese brumoso territorio en el que todas nuestras empresas se disipan. Pero del lado de acá de esa última frontera, está el espacio y el aire que, por el lenguaje, respirar esos ‘animales que tienen palabra’”[49].

Se trata de entender, como en la Ilíada, que “vivir es ver, estar en la luz y aunque la muerte de los héroes inicie el camino de la tiniebla que, al menos, el postrer acto de la vida sea mirar, poder mirar”[50].

Es más, la propia “danza en torno a la muerte está alentada de vida, llena de esperanza. Por encima de los hechos, las palabras que hablan del mundo, de los hombres, de la insondable peripecia de sus cuerpos, estaban enlazadas por un vínculo que la filosofía, la ciencia y el arte de los griegos iban continuamente a anudados: la philía, la amistad”[51].

En este sentido, el espacio de lo cultural y de la propia filosofía, como decíamos antes a propósito de Droz, estaría en darle cancha a la filosofía en cuanto a aprender a morir para aprender a vivir, anudado todo ello por la amistad.

 

Conclusión.

 

En cualquier caso, tomando prestadas las palabras de Macintyre en Tras la virtud, (cuando analiza el fracaso del proyecto ilustrado como fundamentación de la moral y propone una recuperación de las virtudes en un sentido neoaristotélico), debemos recordar que los cambios abstractos en los conceptos morales toman cuerpo en hechos reales y concretos. “Porque cada acción es portadora y expresión de creencias y conceptos de mayor o menor carga teórica; cada fragmento de teoría y cada expresión de creencia es una acción moral y política” [52].

Por tanto, no debemos renunciar a salir de la servidumbre voluntaria y debemos de buscar una salida a ella, en el entendimiento de que lo que La Boétie hace es una llamada a la democracia, a la libertad, a la amistad, a la perfectibilidad del ser humano, en los términos que hemos intentado exponer en esta exposición.

Tal como señala Jiménez al preguntarse sobre si el pensamiento de Weil es utópico de carácter idealista, “no estamos realmente ante un idealismo ético, sino ante un minimum realista para una sociedad en la que el hombre cuente. Y esto será luego posible o no, pero las cosas deben ser llamadas por su nombre, y estas sociedades levantadas con burla o enteramente al margen de esas ‘obligaciones para con el ser humano’ deben ser consideradas prehumanas, o bárbaras sencillamente”[53].

Y lo primero de todo es la lucidez de la inteligencia, como punto de partida de una actitud y una lucha instalada en un plano más profundo que el de una revolución que ha fracasado, bajo una especie de lema radical, tal como señaló Pétrement en su biografía sobre Weil: “Bien y mal. Realidad. Es bueno lo que ofrece más realidad a los seres y a las cosas, malo lo que se la quita”[54].

Es en este sentido en el que la comparación entre La Boétie y Weil nos ha parecido pertinente.

Como señala Martín, “la novedosa modernidad del escrito de La Boétie se debe, para señalarlo rápidamente aquí, a que su objeto no era fundar sino denunciar la ausencia de fundamento de toda autoridad”[55].

Como se dice en la introducción a las obras completas que antes hemos referido: “Le Contr’un est le produit d’une utopie, mais d’une utopie grande et noble. À chaque page s’exhale le plus pur et le plus sincère amour de l’humanité. Rien de plus hardi, mais aussi rien de plus honnête n’a été écrit ‘à l’honneur de la liberté contre les tyrans’, que ce petit traité […][56] ».

En todo caso, podemos acabar subrayando que el Discurso de La Boétie es el de la servidumbre voluntaria, no el del Contra Uno, como ya denunció Montaigne[57].

O acabar diciendo, como señala Lefort, que la prueba de la contradicción que se da en los términos de “servidumbre voluntaria” se mantiene hasta el final del discurso, pues si el origen de la servidumbre no está en el príncipe, también es verdad que la complicidad continúa hasta el final. Y el silencio de La Boétie respecto a las instituciones de un régimen libre (gobierno, leyes, costumbres…) y respecto a las propias palabras pueblo libre, que no se pronuncian a lo largo del discurso, sería una omisión voluntaria, premeditada, querida, “un silencio para oponer al nombre de Uno”[58].

 

BIBLIOGRAFÍA

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[1] DE LA BOÉTIE, E.,  Oeuvres complètes d’Estienne de la Boétie, http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k208058b

[2] DE LA BOÉTIE, E., El discurso de la servidumbre voluntaria, seguido de lecturas del texto de La Boétie por Pierre Leroux, Pierre Clastres, y Claude Lefort. Prólogo por Miguel Abensour. Utopía libertaria, Buenos Aires, 2008, p. 7. http://tratarde.org/wp-content/uploads/2011/10/Etienne-de-la-Boetie-Discurso-sobre-la-servidumbre-voluntaria.pdf

[3] Ibíd., p. 8.

[4] Ibíd., p. 14.

[5] Ibíd. P. 16.

[6] WEIL S., “La Ilíada o el poema de la fuerza” en Escritos históricos y políticos, Madrid, Trotta, 2007, p. 303.

[7] Op. cit., p. 27.

[8] Op. cit., p. 293.

[9] Op. cit. p. 294.

[10] Op. cit. p. 295.

[11] Op. cit. p. 298.

[12] WEIL, S., Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Introducción de José Jiménez Lozano, Ediciones Paidós, en http://es.scribd.com/doc/112813502/Weil-Simone-Reflexiones-Sobre-La-Libertad-y-La-Opresion p. 17.

[13] Op. cit. p. 303.

[14] Op. cit. p. 305.

[15] DE LA BOÉTIE, E.,  Oeuvres complètes d’Estienne de la Boétie, p. XLII. http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k208058b

[16] Y esto lo decimos en el mismo sentido en el que Abensour califica al Discurso como una obra abierta: “Que este libro, en su recepción, sea, a imagen de su elaboración, un lugar en el que, apartado de todo proyecto de dominación o magisterio, se unan el deseo de saber y el deseo de libertad, que sea un libro abierto de tal manera que, más allá de la diferencia de los tiempos y de los intereses de conocimiento, se experimente, en el ejercicio mismo de la lectura, un “interconocimiento” y se esboce, a través de la obra de La Boétie, una experiencia política de la amistad ». Op. Cit., p. 10.

[17] Op. cit., p. 18.

[18] A este respecto, se puede leer el artículo de Pierre Leroux que aparece en el volumen de LA BOÉTIE que estamos manejando: “El ‘Contra Uno’ de Étienne de La Boétie”, donde concluye que “pronto se demostrará que, en efecto, los hombres pueden formar una sociedad en la que ya no habrá amos. El verdadero Contra Uno será encontrado”, Op. cit. p. 95

[19] Op. cit., p. 19.

[21] FIORI, G., “Albert Camus et Simone Weil: à la recherche d’un dialogue secret » en Présence d’Albert Camus, nº 3, 2012, p. 52 y ss.

[22] Ibíd., p. 54.

[23] Op. cit., p. 100.

[24] WEIL, S., Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale, Montréal, Les Éditions Gallimarrd, 1955, Édition électronique en « Les classiques des sciences sociales », site web : http://classiques.uqac.ca/,  p.56.

[26]DROZ C., “La philosophie pour apprendre à mourir afin de vivre vraiment, en Philosophie et éductaion. Education par la philosophie, Annuaire de la Société suisse ee philosohie, Studia Philosophica 65/2006, p. 169.

http://www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=2&ved=0CEAQFjAB&url=http%3A%2F%2Fwww.sagw.ch%2Fdms%2Fphilosophie%2Fpublikationen%2Fpdf%2Fpdf%2FStudia_Philosophica_65_2006.pdf&ei=JuDUUKrqIeqx0AXLooGwCQ&usg=AFQjCNG32jfrwNO0KEzpjawQxcbkzTHraA&sig2=Oltue-M4BqgadDgNN-3jIg&bvm=bv.1355534169,d.d2k

[27] Op. cit.  p.8.

[28] Op. cit. p. 9.

[29] Op. cit. p. 13.

[30] Op. cit. p. 17.

[31] Op. cit. p. 24.

[32] Op. cit. p. 25.

[33] Op. cit. p 27.

[34] Op. cit. p. 31.

[35] Op. cit. p. 32.

[36] Op. cit. p. 33.

[37] Op. cit. p. 35.

[38] Op. cit. p. 37.

[39] Op. cit. p. 40.

[40] Op. cit. p. 84.

[41] Op. cit. p. 88.

[42] Op. cit.p. 96.

[43] Op. cit. p. 98.

[44] MARAT, J-P, Les chaînes de l’esclavage, en Les Classiques des sciences sociales (1774). http://classiques.uqac.ca/classiques/marat_jean_paul/chaines_esclavage/marat_chaines_esclavage.pdf

[45] Op. Cit., p. 8.

[46] OP. Cit., p.13.

[47] MARTÍN, LUCAS G., ¿Hannah Arendt  y la servidumbre voluntaria?: Repensando la hipótesis de Miguel Abensour , en Revista de Filosofía y Teoría Política, 2011, nº  42, p. 74. http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.5105/pr.5105.pdf

[48] COUTANT, PH, Revue Temps critiques http://1libertaire.free.fr/laboetie.html

[49] LLEDÓ E., “En el origen de la corporeidad. Una mirada sobre el cuerpo, el dolor y la muerte en Homero” en Elogio de la infelicidad, Cuatro, Valladolid, 2005, p. 27

[50] Ibíd., p. 29.

[51] Ibíd., p. 39.

[52] MACINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, p. 85.

[53] Op. cit., p. 31.

[54] Op. cit., p. 33.

[55] Op. cit., p. 71 (nota al pie).

[56] Op. Cit., p. XLI.

[57] Ver el artículo “El ‘Contra Uno’ de Étienne La Boétie”, de Pierre Leroux, en la edición de LA BOÉTIE que estamos manejando. Op. Cit., p. 87.

[58] Ver el artículo “El nombre de Uno”, de Claude Lefort, en la edición de LA BOÉTIE que estamos manejando. Op. cit., p. 165.

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A PROPÓSITO DE CASTORIADIS

Posted by forseti4y9 en 3 noviembre 2012

Guillermo Córdoba Vázquez.

Este comentario lo hice en febrero del 2009 como actividad complementaria para la asignatura de Teorías filosóficas de la ciudadanía.

Luego vinieron las revoluciones juveniles de la primavera árabe y del Occupy Wall Street o el 15 M, pero acaso nada ha cambiado, pues ahí está Cataluña y su recurso al soberanismo y demagogia más rancios  para atestiguarlo e incluso dar fe de ello (fe de esa de la que gastaba la Inquisición) con luz y taquígafros, pues lo que es leds y paquetes office aún no les han llegado a nuestros esos gobernantes.

UNA SOCIEDAD A LA DERIVA

“Y la normalidad es precisamente lo más espantoso de esta degradación infinita”. Este pensamiento del abrumado empresario del que nos habla Alfredo Bryce Echenique en su “En invierno es mejor un cuento triste”, podría ser extrapolado a la sociedad capitalista descrita por Cornelius Castoriadis en la entrevista titulada “Una sociedad a la deriva” (de 1993), recogida en el libro que bajo el mismo título recoge diferentes entrevistas y debates[1].

Señala Castoriadis que en las sociedades occidentales actuales prácticamente ha desaparecido todo conflicto, sea económico-social, político o “ideológico”. Asistimos, según este pensador al triunfo del imaginario capitalista “liberal” y a la desaparición del proyecto de autonomía individual y colectiva.

Desde que en los 80 se impusieron las políticas neoliberales de Thatcher y Reagan, se han impuesto sin provocar explosiones sociales la reducción de los salarios reales y altos niveles de desempleo.

El triunfo de este imaginario capitalista pasa por: centralidad de la economía, expansión indefinida y supuestamente racional de la producción, del consumo y del “tiempo libre” más o menos planificados y manipulados.

Toda la población participa de este imaginario, replegada sobre su esfera privada, donde se contenta con pan y espectáculos. La población se contenta con mantener el statu quo, una vez comprimida la cantidad general de miseria engendrada por la sociedad en el 15 o el 20% de la población “inferior”.

Ante esta situación, la única contención a la república capitalista es la de las sanciones del Código Penal. Y podemos preguntarnos porqué los jueces habrían de escapar a la corrupción general. Así, la ausencia de barreras de contención hace que los dirigentes piensen que todo les está permitido, con tal de que la audiencia televisiva no reacciones demasiado, en un panorama donde las tradicionales ideologías de “izquierda” y “derecha” se confunden.

Las ideas de acción humanitaria o de los derechos humanos no hacen sino esconder la miseria del vacío político. Según Castoriadis, hacer de esto la sustancia de toda política es aberrante. La gran política es superior a la ética, como podemos ejemplificar en hechos como los del Gulag, el de Bosnia o el de Somalia. Hay “decisiones políticas donde la ética no es más que un componente, muy pesado por cierto”.

Para Castoriadis, las “nacionalizaciones” no tienen nada que ver con el socialismo; y el instaurar una renta mínima para la población no es un acto filantrópico (alguien que se muere de hambre no puede ser un ciudadano). Estas decisiones no dejan de ser aplicaciones de las reglas del juego capitalistas y neoliberales, aunque las apliquen partidos llamados socialistas.

Un programa político de autogobierno de la sociedad sería la alternativa, y no parece que la sociedad esté dispuesta a ello, aunque no hay que renunciar a ello, pues cuando surgió el Mayo del 68 tampoco se le esperaba.

Esto es, hoy en día la sociedad no cree en la posibilidad de una sociedad autogobernada, pero si la sociedad cree, podrá, según el pensador francés de origen griego.

Sin embargo, hoy en día asistimos a una sociedad en decadencia, en descomposición. El polo subversivo ha sido engullido por el imaginario capitalista. Los ciudadanos se conforman con tener dinero, mercaderías y poder. Y para producción y consumo ya basta con el capitalismo.

En la sociedad capitalista reina la diversión, la distracción, el olvido, una vez perdidas las creencias políticas y la capacidad de crear nuevos valores. Es una sociedad del olvido: el olvido de la muerte, olvido del hecho de que la vida no tiene más sentido del que somos capaz de darle. Olvidamos que el sentido de nuestra vida individual y colectiva debemos crearlo nosotros mismos, que el sentido de nuestra vida no es trascendente sino que está en este bajo mundo.

Ante la mortalidad humana, hay dos respuestas posibles: buscar un sentido trascendental o comprender que si uno quiere vivir no puede vivir sin sentido. El significado de nuestra vida, si no queremos cerrar los ojos a la realidad, sólo puede pasar por aceptar que es nuestra propia actividad creadora la que debe dar sentido a la vida.

Me interesa resaltar la idea de que “la tarea de un hombre libre es saberse mortal y mantenerse de pie al borde de este abismo, en este caos desprovisto de sentido y en el cual hacemos emerger la significación”.

El problema es que la actividad dadora de forma y de sentido ha desaparecido con el capitalismo, que ha destruido todo sentido en el trabajo.

“Debemos devolver el sentido al hecho de trabajar, de producir, de crear, y también de participar en proyectos colectivos con los demás, de dirigirse a sí mismo individual y colectivamente, de decidir acerca de las orientaciones sociales”.

Esto es difícil, pues al haber aprendido que no hay sentido trascendente en la historia, la morosidad actual es una secuencia más o menos lógica.

La sociedad actual es un tiempo imaginario sin verdadera memoria y sin verdadero proyecto.

En la sociedad actual todo se pone en el mismo nivel de significación y de importancia, es una sopa homogénea donde todo está aplastado. Lo más trivial se une a lo más profundo. Es una época que tiende a la trivialidad.

En el artículo “Por qué ya no soy marxista”, Castoriadis reconoce que hay una enorme dificultad para mantener una actitud revolucionaria cuando uno ya no se respalda en un corpus teórico o supuestamente teórico. Pero el marxismo no deja de ser una teoría que es una fantasía mistificadora.

En cambio, propone mantener un proyecto revolucionario, que la gente se junte para compartirlo, sabiendo que no hay una teoría acabada, que no hay soberanía de lo teórico[2].

Rechaza el discurso dominante contestatario.

Su rechazo del marxismo se debe a que su teoría económica olvida “la lucha encarnizada en torno al rendimiento que se desarrolla en la industria cotidianamente”. Lucha que deja sin sentido el tratamiento que el marxismo da a la fuerza de trabajo como una mercancía, pues según Castoriadis la fuerza de trabajo no tiene ni valor de uso definido ni valor de cambio definido. Olvida la teoría marxista que durante la jornada laboral “cada gesto del obrero tiene dos fases, una que se conforma a las normas de producción impuestas, otra que las combate”.

Por otro lado, el marxismo olvida que el nivel de vida real de la clase trabajadora se ha elevado considerablemente desde hace 150 años, pues los mismos capitalistas entendieron que sin una expansión continua del mercado de bienes de consumo no puede haber expansión capitalista. Según el pensador francés de origen griego, hay una estabilidad del ritmo de aumento del ingreso real de los obreros. La idea de una “ley del aumento de la tasa de explotación” es un mito.

Denuncia que Marx se equivoca al suponer en el capitalismo una “baja tendencial de la tasa de beneficio” y un aumento de la tasa de explotación (al haber cada vez más máquinas y materias primas para una cantidad determinada de obreros); y aún suponiéndola, no ve que por ello deba dejar de existir en la sociedad socialista. Peor aún, en la sociedad socialista, al bajar el sobreproducto (ya no llamado beneficio), se pregunta sobre sus consecuencias.

Si no se elimina el factor tecnológico en Marx, el valor de la máquina debe calcularse según sus costos de producción; pero el progreso técnico se hace a saltos, por tanto, esta posibilidad no existe. No se puede establecer una medida del capital que tenga sentido a través del tiempo.

Por tanto, según Castoriadis, no hay una economía política establecida siguiendo el modelo de una ciencia físico-matemática. En economía no hay relaciones invariantes, parámetros constantes, que producen leyes.

Para Castoriadis, ser asalariado ya no es una situación de “clase”. “El único criterio de diferenciación dentro de la masa de los asalariados que sigue siendo pertinente para nosotros es su actitud con respecto al sistema establecido”. Salvo una pequeña minoría en la cima, toda la población está igualmente situada ante una perspectiva revolucionaria.

Castoriadis sigue confiando en un proyecto revolucionario, entendido como superación de la alienación que supone la heteronomía instituida como hecho histórico-social. Una sociedad autónoma no sometida a su pasado o a sus propias creaciones. Esa autonomía es algo más que la gestión colectiva o autogestión, es la autoinstitución permanente y explícita de la sociedad: la colectividad retoma y transforma sus instituciones; por ejemplo, reabsorber la función educativa por parte de la vida social (lo que implica transformaciones profundas en la organización y naturaleza del trabajo, en el hábitat, en el psiquismo de la gente…).

Mirando la historia Castoriadis ve que las sociedades siempre han encontrado una vida social coherente. Y no renuncia a que su proyecto de sociedad autónoma sea posible.

De hecho, otro de sus artículos se denomina “El proyecto de autonomía no es una utopía”[3]. Reclama, como ya hemos visto al inicio de este trabajo, abandonar la semiadhesión blanda de la población al capitalismo, que la población deje el coche-trabajo-televisor por una actitud de cambio hacia las instituciones.

Bajo la idea de Castoriadis subyace su triple distinción de la vida social considerada desde el punto de vista político. Una esfera privada, una esfera pública y una esfera público-privada (rechaza la idea de sociedad civil arendtiana, que mezcla las esferas privada y público-privada), lo que en términos griegos sería el oikos, la ekklesía y el ágora. En la oligarquía liberal, la esfera público-privada (la economía, el mercado) prevalece.

Para Castoriadis, la democracia sería que la esfera pública fuera realmente pública: que todos participen en los asuntos comunes, con instituciones que permitan la participación y la inciten, con igualdad política efectiva.

Si seguimos en el estado de atonía y despolitización, en el estado de privatización actual, de conformismo generalizado, con la televisión como medio de embrutecimiento colectivo, predice crisis mayores.

El derecho de injerencia que se atribuyen las sociedades occidentales es una hipocresía que se saca a la palestra sólo cuando interesa económicamente, dejando de lado atrocidades contra los derechos humanos. Sólo se injiere contra los pequeños ladrones y se deja en paz a los grandes gángsteres.

Esta idea que me recuerda a Diógenes el Cínico, quien viendo en cierta ocasión cómo los sacerdotes custodios del templo conducían a uno que había robado una vasija perteneciente al tesoro del templo, comentó: “Los ladrones grandes llevan preso al pequeño”.

A continuación expresaré alguna de reflexiones que Castoriadis me provoca, sin ánimo de ser exhaustivo en el comentario de las ideas antes expuestas. En general, estoy de acuerdo con su diagnóstico de la sociedad capitalista, con sus críticas, pero no estoy tan convencido de su proyecto alternativo.

Si Castoriadis escribía algunas de estas ideas en 1993 (la de los artículos “Una sociedad a la deriva” y “El proyecto de autonomía no es una utopía”; el artículo “Por qué ya no soy marxista” lo escribió en 1974), época de crisis económica en el capitalismo, parece incluso oportuno analizarlas en el escenario de crisis económica actual. Además, nada ha cambiado de entonces a esta parte en cuanto a la hipocresía de la sociedad occidental en cuanto a las guerras y violaciones de los derechos humanos. Es más, el pronóstico que hacía sobre Yugoslavia se cumplió, se sigue cumpliendo, y la hipocresía en el derecho de injerencia se muestra de manera palpable entre la actuación de la comunidad internacional en casos como el de Irak o el Congo.

Me resulta gratificante que afirme Castoriadis la primacía de la política sobre la ética. Creo que precisamente esto se debe a que se siente indignado por la falta de práctica del discurso occidental respecto a la defensa de los derechos humanos o de las acciones humanitarias, y pienso que este pensador reclama que se aplique el derecho de injerencia con todas sus consecuencias, pero no por motivos hipócritas, no por economía de mercado, sino por defensa de los valores de justicia e igualdad. Ante el Gulag o Bosnia no podemos tentarnos la ropa con el “no matarás” o el “no mentirás”. No se trataría, entiendo, de dejar de lado la ética, sino de subrayar lo necesario de la política.

Estoy de acuerdo con él en que el imaginario capitalista ha triunfado. Más si cabe en el escenario de economía globalizada al que hemos asistido desde la perestroika, desde las políticas económicas asiáticas e incluso desde el declive cubano.

La actual crisis económica mundial ha hecho que mediáticamente se haya sacado del cajón la obra de Marx, y se debata sobre la refundación del capitalismo (recordemos las declaraciones de Sarkozy con motivo de la reunión del G-20 en Washington a finales del año 2008), pero estoy con Castoriadis en que las nacionalizaciones (el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Bernanke, dice esta semana que finalmente no se va a nacionalizar el Citigroup, como se había especulado) no son socialismo, como tampoco lo son las políticas sociales del Estado del Bienestar, que no hacen sino apuntalar el imaginario capitalista.

Estoy de acuerdo en que el consumismo y apatía de la sociedad actual es desconsolador, y en que a falta de futuros trascendentes la tarea del ciudadano ha de ser la de dotar de significación a su estancia en el bajo mundo, más allá de quedarse reducido al imperio del mercado.

El proyecto parecería efectivamente utópico, pues el imaginario capitalista lo ha cubierto todo, máxime en un escenario como el actual de derrumbe del sistema financiero internacional, dominado por los Estados y el mercado, y con los ciudadanos al margen del espacio público y temerosos de poder reformar las instituciones.

Su confianza en el proyecto de autonomía revolucionario creo que se enfrenta a serias dificultades cuando en el escenario actual de crisis económica y de corrupción la solución adoptada por los gobiernos capitalistas se dirige al reforzamiento de la regulación de los mercados, del Código Penal, a la inyección desaforada de liquidez al sistema bancario y al olvido momentáneo de las maquilladoras políticas de ayuda a la cooperación con los países menos desarrollados.

Pienso que efectivamente a esta apatía de los ciudadanos y las sociedades por ellos compuestas subyace el querer olvidar nuestra condición de mortales, siguiendo apegados a la pequeña inversión de nuestros ahorros y al miedo a no poder pagar la hipoteca o que llegue un corralito argentino.

El corto alcance de miras de la sociedad actual capitalista me parece que hace inviable el proyecto revolucionario de Castoriadis.

Sería estimulante pensar que es posible, que su proyecto no es utópico. Pero más bien atisbo que los cambios sólo podrán venir de la insurrección de la población que se halla en la miseria, aunque ciertamente el marxismo peque de olvidar las resistencias que la lucha de clases efectúa en la cotidianeidad de la jornada de trabajo o en la ausencia de proyecto económico futuro si se olvida el necesario progreso técnico.

El horizonte revolucionario requeriría de una subversión de los valores éticos individuales y de la actitud de la sociedad, que diera paso a la plasmación política del proyecto revolucionario de Castoriadis. O bien, si antes el huevo o la gallina, habrá de esperarse a otra revolución política de conjunto, so pretexto quizá del mismo hastío de la marginalización que el capitalismo infligiría a capas cada vez más amplias de la población, y sólo después del movimiento colectivo acontecería la transformación del individuo.

Confieso mi incredulidad en la revolución proclamada por Castoriadis, y me temo estar más cercano al pensamiento que le atribuye a Marcuse de luchas revolucionarias condenadas a permanecer minoritarias. Acaso a ser asimiladas por el imaginario capitalista y por ello silenciadas por un tiempo.

Por ejemplificar mi pensamiento con el tema de la ecología, me temo que está más cerca la destrucción del ecosistema que un replanteamiento interesado del capitalismo de su voracidad para con el planeta.

En todo caso, igual que Roma cayó, quizá el futuro nos depare una sociedad ultra tecnificada de ciencia ficción con un gobierno mundial democrático, donde el ágora tenga su espacio virtual. Pero esto, de suceder, no se hará sin política, sin toma del poder de las instituciones. Una ética por sí sola no podrá organizar la sociedad, aunque le sea imprescindible para que no haya una degradación infinita bryceniana ni sociedad capitalista a la deriva.

A día de hoy, la normalidad sigue siendo la degradación infinita, la deriva. Y no creo (Castoriadis tampoco lo creería) que el capitalismo le entregue, sin ambición política alguna, la llave herrumbrosa de la ciudad de Lima al Rey de España, sea este quien sea.

Zaragoza, 27 de febrero de 2009


[1] CASTORIADIS, C., Una sociedad a la deriva, Katz, Buenos Aires, 2006.

[2] Ibib, p 52.

[3] Ibid, p.19.

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Georg Brandes: Friedrich Nietzsche vs. John Stuart Mill.

Posted by forseti4y9 en 11 julio 2012

&1 Introducción.

Nuestro trabajo parte del artículo de Georg Brandes “Radicalismo aristocrático. Un ensayo sobre Friedrich Nietzsche”, y más en concreto del extracto que hizo la revista Cuaderno gris[1] del original artículo aparecido en la Deutsche Rundschau en 1890. Por tanto, se trata de un contemporáneo de Nietzsche. Georg Brandes fue un escritor y crítico literario danés que en 1888 dio conferencias sobre la filosofía de Nietzsche, lo que contribuyó a hacer conocer al filósofo. El propio Nietzsche reconoce en una carta enviada a Karl Knortz que Brandes es quien ha realizado el primer intento a gran escala de dar una imagen de su filosofía[2].

En concreto, fijaremos nuestra atención principalmente en la contraposición que este autor deja ver entre la moral utilitarista y la moral aristocrática, analizando después algunos pasajes de la propia obra de Nietzsche y más tarde la de John Stuart Mill (otro contemporáneo de Nietzsche), para acabar analizando si estamos de acuerdo con Brandes en que el utilitarismo y Mill en concreto es un buen contraejemplo del pensamiento nietzscheano.

Como luego veremos, Nietzsche se enfrenta expresamente a la filosofía inglesa, y califica a Mill como la “claridad ofensiva”.

En todo caso, recordemos algunas fechas para situar el debate que hemos querido rastrear entre Mill [1806-1876] y Nietzsche [1844-1900]: Sobre la libertad, de John Stuart Mill, es de 1859, y El utilitarismo, de 1861; Más allá del bien y del mal es de 1886, la Genealogía de la moral de Nietzsche es de 1887.

 

 

&2 Georg Brandes.

A este respecto, Brandes señala que “el fin de la moral utilitarista consiste en dar a los hombres tanta felicidad y tan poco sufrimiento como sea posible. La pregunta es cómo conseguirlo estando el placer y el dolor tan unidos, de tal manera que quien quiera el máximo placer deberá aceptar en la adquisición una cantidad correspondiente de dolor”[3].

Recordemos la fórmula de Bentham: “la mayor felicidad posible para el mayor número posible”.

El pensamiento aristocrático de Nietzsche atacaría según Brandes dicha fórmula, pues la felicidad podría ser “tan sólo para los mejores, los más nobles y los más geniales”.

Y eso es así en tanto que Nietzsche no considera que un gran hombre deba ser un medio al servicio de la humanidad, sino que es un fin en sí mismo. Esto está en consonancia con el ataque nietzscheano a la moral de la abnegación, al altruismo, que sólo conduce a la desdicha del individuo.

La moral nietzscheana, según Brandes, se basa ser una sujeción duradera, pues la naturaleza humana sólo se desarrolla por medio de una sujeción: “lo esencial es que se obedezca, todo lo que se pueda y en una misma dirección”.

Pero es una moral contraria al imperativo categórico kantiano que generaliza lo que no se puede generalizar, pues cada acción es única.

La conciencia tiene un antecedente, que es el instinto. Por eso Nietzsche no propugnaría según Brandes educar el género humano, sino a un solo individuo.

La moral entendida como obediencia a los usos y costumbres heredados es la moral de los desdichados, infelices, envidiosos y vengativos, que se contrapone a la moral del hombre libre, que es por ello considerado inmoral.

En realidad, según Brandes, el sentimiento de lo que se considera moral no depende de lo que se considera útil, sino que depende de la antigüedad y venerabilidad de las costumbres.

A lo largo de la historia, esto ha sido posible debido a que el cristianismo instauró una moral de la compasión, con el aval de la moral altruista de Schopenhauer, enfrentada a la primigenia moral de la crueldad que se daba en el estado de guerra propio de la antigüedad.

Para los salvajes, “es digno de desprecio tanto el que provoca compasión como el que la siente. No obstante, esto no significa que sea agradable ver sufrir a un desgraciado. Ahora bien, ver cómo sufre el enemigo sin que por esto él renuncie a su orgullo es todo un placer que conlleva admiración”[4].

En definitiva, a Nietzsche le irrita la moral de los utilitaristas; en palabras de Brandes: “le irrita la afirmación de que la verdadera esencia de la moral consiste en que debemos dirigir nuestra mirada a las consecuencias inmediatas den nuestras acciones”.

La moral aristocrática de Nietzsche se basa en un principio ya visto por Paul Rée: “una gran cantidad de pueblos antiguos no conocían otra clasificación moral de los hombres que la de “fuertes y débiles” y “poderosos y humildes”, remontándose así el significado de “bueno”, tanto en Grecia como en Islandia, a una forma de ser noble, rico y poderosos”[5].

Así, la casta baja era considerada tan sólo mala (no malvada).

En la misma aristocracia [Adel] griega, cuyo portavoz fue el poeta Teognis, noble [adlig] era considerado todo aquello que era bello, bueno y distinguido [edel]”, como el valor propio de los héroes homéricos.

Frente a la valoración aristocrática, la moral de los esclavos  sólo califica de buenos a los miserables, a los que sufren y padecen.

En resumen: “a la antítesis aristocrática bueno-malo [gut-schlecht], no entendiendo a este último como un valor negativo, corresponde la antítesis bueno-malvado [gut-böse] de la moral de esclavos. ¿Quiénes son realmente los malos para esta moral de los sometidos? Los mismos que para la otra moral eran considerados buenos”.

Es lo mismo que ocurría con los antiguos vikingos, que “caían sobre los habitantes de los pueblos cristianos igual que las águilas sobre los corderos”.

En esta contraposición que está desarrollando Brandes entre la moral aristocrática frente a la de los esclavos, de la que Mill sería uno de sus representantes, Brandes se refiere a su obra El utilitarismo, donde Mill señala que “el sentimiento de justicia se ha desarrollado a partir del deseo animal de venganza por un daño o una pérdida”, cosa con la que Brandes no estaría de acuerdo.

Y es que, para Brandes, Nietzsche no atribuye el origen de la falsa moral moderna, de la moral de esclavos, al deseo de venganza (resentimiento en general) sino al rencor (la envidia, el odio).

Brandes se remite a las obras de Nietzsche Más allá del bien y del mal  y Genealogía de la moral para descubrir la denuncia nietzscheana de que el cristianismo refleja la moral del rencor.

Respecto al concepto de hombre nietzscheano, según Brandes, es “un animal que puede hacer y mantener una promesa”[6]. Esto es, la verdadera nobleza del hombre es ser responsable, soberano.

Los antecedentes de esa responsabilidad y conciencia del hombre son los castigos a los que se ha visto sometido por la moral de las costumbres, tales como ser desmembrado por cuatro caballos.

Así, surge en él la conciencia de culpa y el conocimiento de una deuda, para librarse de la cual el deudor es capaz de prometer cualquier cosa (su libertad, su mujer, su vida…) y el acreedor siento la lujuria de “poder ejercer su poder sobre aquel que carece de él”.

Como dice Rée y nos trasmite Brandes: “ver sufrir a otros es beneficioso; pero ocasionar además sufrimientos a los otros es una fiesta en la que el más feliz de los hombres es precisamente quien desfruta de su poder”.

En definitiva, para Nietzsche el germen de la justicia no es la venganza sino en la compra venta: “cada objeto tiene su precio”. Y con el tiempo esta relación acreedor-deudor se traslada a la sociedad para con sus miembros.

De hecho, según Brandes, Nietzsche no se ocupa de cómo funciona la venganza, pues la venganza no es “resultado del odio de los esclavos hacia su señor, sino más bien del concepto del honor entre los de una misma clase”[7].

En la venganza no hay justicia ni injusticia. Se trata simplemente de aniquilar, como la vida misma. De hecho “las situaciones jurídicas no podrían ser nunca otra cosa que estados excepcionales, es decir, limitación del deseo real de vivir cuya meta es el poder”.

Esto es, para Nietzsche lo que hay no son situaciones jurídicas, derecho, sino “voluntad de poder”.

El concepto de voluntad de poder contrasta con el de “struggle for life” (lucha por la vida) de los ingleses; en este concepto se toman en consideración las relaciones insignificantes y pobres de los utilitaristas, que imaginan un mundo en el que toda la gente fuera feliz, aunque solamente fueran capaces de sobrevivir.

Para Nietzsche la felicidad tiene que ver con la alegría por la lucha, y el progreso se mide por los sacrificios realizados.

Frente a Nietzsche, el utilitarismo y el humanismo moderno entienden el progreso cómo garantizar una felicidad mediocre al máximo número.

Para Nietzsche el progreso sería educar un superhombre, aunque fuera a costa del sacrificio de grupos masivos de personas.

Para los filósofos ingleses lo que se quiere lograr con el castigo es despertar el sentimiento de pecado, dejando de lado en su utilitarismo la justicia de la cláusula penal, pues es una regla de seguridad y no una recompensa.

En cambio para Nietzsche el castigo no logra más que endurecer a los hombres y volverlos fríos. El origen de la mala conciencia estaría en el estallido que se produce en el hombre cuando queda definitivamente encerrado en una sociedad pacífica; o sea, cuando sus impulsos fuertes y salvajes son tachados de peligrosos, inmorales y criminales.

Así, el Estado (que no surge de un contrato social) hace que el deseo de poder se vuelva contra el propio hombre, y comienza a sentir el delito como una deuda, pues todas las costumbres se convierten en mandatos y “los instintos animales y humanos se convierten en una deuda frente a Dios”[8]; “el sacerdote ascético es pues, para Nietzsche, la repugnante larva de la que se ha desarrollado posteriormente el pensador sano”.

En el ascetismo la vida se utiliza contra la vida, y tiene como premisa el estado enfermizo del hombre domesticado, que llama virtud a la debilidad, envidia, fariseísmo y falsa moralidad, y que se asemeja a “la gallina a la que se le ha marcado un círculo de tiza”.

Frente a este ideal ascético en declive, Nietzsche nos propondría “un nuevo ideal que ve en el sufrimiento una condición vital, una condición de la felicidad”[9].

 

 

 

&3 Nietzsche.

Nos situamos en un entorno concreto, el de la campaña nietzscheana contra la moral (parafraseando a Miguel Morey), una campaña que se libraría, efectivamente, entre otros, contra Stuart Mill. Como dice Morey: “Como se sabe, y Nietzsche es el primero en afirmarlo, con Aurora comienza la campaña nietzscheana contra la moral. Quiere decirse con ello que allí dibuja el espacio, la cartografía de lo que en adelante va a ser su campo de batalla. Será así una campaña que combate tanto con la noción kantiana de deber como con la compasión de Schopenhauer, tanto con Lutero como con Pascal o San Pablo, tanto contra Spencer como contra Comte o Stuart Mill”[10].

En realidad la mirada genealógica de Nietzsche, ya podríamos verla anunciada, según Morey,  “en la fábula que abre Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, y cuyo comienzo efectivo estaría en los aforismos 9 (“Idea de la moral de las costumbres”) y 26 (“Los animales y la moral”) de Aurora, del mismo modo como su cumplimiento se lleva a cabo en el tratado II de La genealogía de la moral[11].

Por cierto, para Morey, lo que Nietzsche hace es ponernos en peligro, porque “nos trata como a individuos, singulares, únicos”, y es que Nietzsche es “un maestro en el arte de soportar, de enseñar a sostenerse en ese frío y esa soledad”[12], como los pájaros que quieren cruzar el mar acerca de los que se pregunta Nietzsche en el último aforismo de Aurora, del mismo modo que se interroga si a nosotros no nos ha tocado “naufragar en lo infinito”.

Esta imagen poética me recuerda la del poema de Nietzsche analizado en clase titulado “La gaia ciencia”[13], donde la imagen marítima asociada a la voluntad y a la promesa, se pone en conexión con esa llamada al futuro, al infinito, al eterno hoy, donde en última instancia el hombre se adentra, como el pájaro, en la mar monstruosa que ríe.

Recordemos cómo resume Andrés Sánchez Pascual el segundo tratado de la Genealogía de la moral al que nos remitía Morey para ver la mirada genealógica de Nietzsche respecto a la moral: “el segundo tratado ofrece la psicología de la conciencia: ésta no es, como se cree de ordinario, ‘la voz de Dios en el hombre’, -es el instinto de la crueldad, que revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La crueldad, descubierta aquí por ver primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura con el que no se puede dejar de contar”[14].

Efectivamente, como nos dice el propio Nietzsche en el epígrafe 2 de dicho tratado segundo: “Esta es cabalmente la larga historia de la procedencia de la responsabilidad. Aquella tarea de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas incluye en sí como condición y preparación, según lo hemos comprendido ya, la tarea más concreta de hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla, y, en consecuencia, calculable. El ingente trabajo de lo que yo he llamado ‘eticidad de la costumbre’.”[15]

Como dice en Aurora, “¿Qué es la tradición? Una autoridad superior, a la cual se obedece, no porque mande cosas útiles, sino porque manda[16]

Al final de ese proceso de eticidad, surge el hombre libre. “El hombre ‘libre’, el poseedor de una voluntad duradera e inquebrantable, tiene también, es esta posesión suya, su medida del valor: mirando a los otros desde sí mismo, honra o desprecia; y con la misma necesidad con que honra a los iguales a él, a los fuerte y fiables […]; con igual necesidad tendrá preparado su puntapié para los flacos galgos que hacen promesas sin que les sea lícito […]. El orgulloso conocimiento del privilegio extraordinario de la responsabilidad, la consciencia de esta extraña libertad, de este poder sobre sí y sobre el destino, se ha grabado en él hasta su más honda profundidad y se ha convertido en instinto, en instinto dominante: -¿cómo llamará a este instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para él? Pero no hay ninguna duda: este hombre soberano lo llama su conciencia…”[17].

Y más adelante Nietzsche se lamenta de la funesta invención de la ‘voluntad libre’. “Aquella invención de filósofos tan temeraria, tan funesta, hecha por ver primera entonces para Europa, la invención de la ‘voluntad libre’, de la absoluta espontaneidad del hombre en el bien y en el mal, ¿no tuvo que hacerse ante todo para conseguir el derecho a pensar que el interés de los dioses por el hombre, por la virtud humana, no podría agotarse jamás?”[18].

Y es que para Nietzsche hay que distinguir entre dos hombres: por un lado el activo, el agresivo, y por otra el hombre reactivo el del resentimiento.

El hombre activo, el hombre agresivo, asaltador, está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre reactivo; cabalmente él no necesita en modo alguno tasar su objeto de manera falsa y parcial, como hace, como tiene que hacer, el hombre reactivo. Por esto ha sido un hecho en todos los tiempos que el hombre agresivo, por ser el más fuerte, el más valeroso, el más noble, ha poseído también un ojo más libre, una conciencia más buena, y, por el contrario, ya sea divina quién es el que tiene sobre su conciencia la invención de la ‘mala conciencia’-¡el hombre del resentimiento!”[19].

Así, Nietzsche se muestra contrario a un concepto de progreso donde la humanidad signifique igualdad de todos los hombres. “La grandeza de un ‘progreso’ se mide, pues, por la masa de todo lo que hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una única y más fuerte especie hombre –eso sería un progreso… – Destaco tanto más este punto de vista capital de la metódica histórica cuanto que, en el fondo, se opone al instinto y al gusto de época hoy dominantes, los cuales preferirían pactar incluso con la casualidad absoluta, más aún, con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que con la teoría de una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer.”[20]

El origen de la mala conciencia es precisamente haberse vuelto el hombre contra sí mismo, separándose de su pasado animal.

La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción –todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de la ‘mala conciencia’. El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere ‘domesticar’ y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa –este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la ‘mala conciencia’. Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, es sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad.[21]

Como dice al final del &17 del tratado 2: “Ese instinto de la libertad, vuelto latente a la fuerza –ya lo hemos comprendido-, ese instinto de libertad reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su inicio, la mala conciencia.[22]

La relación de derecho privado acreedor-deudor se ha consolidado también entre los hombres actuales y sus antepasados. Incluso hay conciencia de tener deudas con la divinidad.

De igual manera que la humanidad ha heredado los conceptos ‘bueno y malo’ de la aristocracia de estirpe (junto con la básica tendencia psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también, con la herencia de las divinidades de la estirpe y la tribu, la herencia del peso de deudas no pagadas todavía y del deseo de reintegrarlas”[23].                                  

Al final de este tratado segundo encontramos anticipada la propuesta del superhombre, cuando nos habla del hombre redentor que ha de venir a nosotros, una vez que el hombre no vea con malos ojos sus inclinaciones naturales, una vez que  los espíritus fortalecidos por guerras y victorias se enfrenten a los hombres buenos.

En definitiva, como ya nos dijo en el & 13 del tratado primero: “Exigir de la fortaleza que no sean querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza”[24].

Esto está en consonancia con la distancia que ya Teognis detectó entre nobles y plebeyos. Como escribió el joven Nietzsche: Quin etiam nihil esse vanius et inutilius quam plebejo homini prodesse censet, quòniam ille nunquam gratiam referre soleat.[25]

Y es que el joven Nietzsche señala, siguiendo a Welcker, que los adjetivos ‘noble’ y ‘vil’ tenían en ese contexto griego un carácter amoral, pues estos adjetivos podían designar tanto una caracterización moral como un estatus social.

Al hilo de esta importancia que en Nietzsche tiene la jerarquía entre desiguales, podemos citar a Esteban, cuando señala que el punto cardinal de la concepción aristocrática de Nietzsche es “la desigualdad entre los hombres en todos los sentidos como criterio supremo de valoración”[26], o cuando señala que “en sí misma, desde un punto de vista puramente formal, la genealogía es una epistemología aristocrática: afirma la diferencia instaurando jerarquías”[27]; y es que según Esteban “la condición aristocrática y lo que de ella se deriva quedan perfectamente resumidos en el lema pindárico que Nietzsche invoca tantas veces: llega a ser lo que eres[28].

Sigue diciendo Esteban: “Nietzsche nos dice que su pensamiento demanda con urgencia “producir otra vez la jerarquía en la época del suffrage universal, es decir, donde todos tienen derecho a juzgar a todos y a todo”. Se puede afirmar que en esta cita está condensado su ideario político, cuyos valores supremos se enfrentan a los principios políticos de lo que denomina “ilustración democrática”, un movimiento arrollador en el mundo occidental de su época, que procede del corrompido linaje del cristianismo y que, aunque inevitable, requiere un cambio de dirección. Autoridad y jerarquía forman parte del contra-ideal que Nietzsche opone a la libertad y la igualdad, los valores fundamentales en los que se sustentan las modalidades de la ideología política moderna”[29].

 

Esta llamada nietzscheana al futuro (se tratará de transvalorar todos los valores), se produce independientemente de la eticidad que ya se haya conocido en el pasado:

a) que el hombre haya podido conocer otra manera de entender los conceptos de bueno y malo, como nos muestra el propio Nietzsche en el Sobre Teognis de Mègara ;

b) que la hybris ya fuera conocida por los antiguos griegos (para Nietzsche, el hombre tiene que conectar con la arrogancia y violencia de quien está más allá del bien y del mal[30]; como actitud que el hombre ha de tener no sólo ante la naturaleza sino incluso frente a él mismo);

 c) que ya con Calicles, en el Gorgias platónico[31], pueda atisbarse el germen de lo que luego será las transvaloración de todos los valores del último Nietzsche.

Respecto a esa comprensión de los conceptos de bueno y malo, podemos recordar las palabras de Sánchez Pascual respecto a Más allá del bien y del mal, (obra anterior a la Genealogía de la moral y que guarda una estrecha relación con ella como el mismo Nietzsche señaló en la contraportada de esta última): “lo que el título quiere decir es propiamente: Más allá de las designaciones, o de los sentimientos, o de las palabras que contraponen lo ‘bueno’ (gut) a lo ‘malvado’ (böse), en lugar de contraponer lo bueno (gut) a lo ‘malo’ (schlecht). Las morales basadas propiamente en el odio a la vida, en el resentimiento de los débiles. Las morales basadas en la segunda antítesis son, en cambio, las morales brotadas del sentimiento aristocrático, las morales nacidas del amor a la existencia”[32].

En todo caso, tengamos en cuenta la distinción que Nietzsche hace en el aforismo 32[33] entre tres épocas de la humanidad: a) una primera época premoral; b) una segunda moral, en la que impera el “¡conócete a ti mismo!” y se invierte la perspectiva de tal modo que en lugar de las consecuencia se interpreta la procedencia de una acción como procedencia derivada de una intención (“se acordó creer que el valor de una acción reside en el valor de su intención”); y c) una tercera época extramoral, en cuyo umbral se sitúa Nietzsche que debe superar la anterior moral de las intenciones, una época ésta en la que debe superarse la moral “y en cierto sentido incluso la autosuperación de la moral”.

No olvidemos que la propia sección novena de Más allá del bien y del mal aborda “¿Qué es ser aristocrático?”, que comienza aludiendo por primera vez a la expresión pathos de la distancia para referirse “a la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos”[34].

Y acaba haciendo relatando en el aforismo 295 cómo una vez escuchó al dios Dioniso decirle que para él el hombre es una animal agradable, valiente, lleno de inventiva y que no tiene igual en la tierra, y que son frecuencia reflexiona sobre cómo hacerlo avanzar más y volverle “más fuerte, más malvado y más profundo de cuanto es”[35], y también más hermoso.

 

 

&4 John Stuart Mill.

El propio Nietzsche nos dibuja un slogan en el aforismo 1 de “Incursiones de un intempestivo” de Crepúsculo de los ídolos: “John Stuart Mill: o la claridad ofensiva”[36]. Por tanto, la opinión de Nietzsche acerca de Stuart Mill es que es claro, ofensivo, y además es inglés, lo que implica gazmoñería: “los ingleses son el pueblo del cant [gazmoñería]”[37].

Y es que la felicidad para la humanidad que buscan los ingleses, tal que Stuart Mill o Bentham, no se corresponde con la de Nietzsche, como ya hemos visto con Brandes.

Efectivamente, el Nietzsche del Crepúsculo de los ídolos en el aforismo 12 de “Sentencias y flechas” escribe: “Cuando uno tiene su propio ¿por qué? De la vida se aviene a casi todo ¿cómo? El ser humano no aspira a la felicidad; sólo el inglés hace eso”[38].

Efectivamente, Stuart Mill aspira a la felicidad, como Bentham, y en ese aspecto es claro que Brandes tiene razón al contraponer a Nietzsche a estos autores.

Sin embargo, las ideas y doctrinas que defiende Mill no son fácilmente reductibles al utilitarismo de Bentham, por lo que esta contraposición con Nietzsche podría tener que ser matizada. Y es que, como señala Ortega Gutiérrez, “a un pensador como Mill, tratar de encajonarle en una doctrina concreta es simplemente ir en contra de la propia esencia de su pensamiento y de una de sus principales aportaciones, es decir, la defensa de la diversidad, de la heterogeneidad y de la pluralidad, rechazando toda visión unifocal de las cosas”[39].

En este sentido, el individualismo entendido por Mill no ha de ser mal entendido. Como señala en El utilitarismo: “la moral utilitarista que reconoce al ser humano el poder de sacrificar su propio bien por el bien de los otros […], la concepción utilitarista de una conducta justa, no es la propia felicidad del que obra, sino la de todos”[40].

El principio individualista de Mill (en la línea de Tocqueville) lo encontramos en Sobre la libertad: “el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en al libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás”[41].

Esta obra resalta “el peligro de la libertad del individuo frente a las mayorías, frente a la opinión mayoritaria, no frente al monarca absoluto del siglo XVIII sino frente a las masas que comienzan a surgir en el siglo XIX”[42].

En este sentido, es importante la educación, por la trascendencia pública y política de los hábitos, que proporcionan el desarrollo efectivo, no quimérico, de cualquier teoría política. En esta importancia concedida a los hábito coinciden, como señala Ortega Gutiérrez, Mill y Nietzsche, entre otros[43].

En esta semblanza de Mill estamos viendo que no se le puede reducir a un utilitarista más. Incluso Ortega Gutiérrez señala que en su interpretación de la liberta referida a la sociedad puede haber similitudes con determinadas consecuencias del pensamiento anarquista, como por ejemplo cuando en Sobre la libertad, dice: “Pero el hombre, y más todavía la mujer, que puede ser acusado de hacer ‘lo que nadie hace’, o de no hacer ‘lo que todo el mundo’ es víctima de una calificación tan despectiva como si él o ella hubieran cometido algún grave delito moral. Es preciso poseer un título, o algún otro signo de rango que como tal se considere, para que se les consienta, en parte el lujo de obrar a su gusto, sin perjudicar su reputación”[44].

Según Ortega Gutiérrez, incluso las concepciones sobre la diversidad, heterogeneidad, pluralidad y polifacetismo de Mill pudieron influir en el perspectivismo de Ortega[45]. Lo cual le acerca, añado yo, en este sentido, a Nietzsche.

En todo caso, el individuo milleano me recuerda al nietzscheano (al individuo fuerte, no al débil) también en que toma las riendas de su vida. Mill no quiere a un hombre imitativo como los monos, como vemos en Sobre la libertad. “El que deje al mundo, o cuando menos a su mundo elegir por él su plan de vida no necesita ninguna otra facultad más que la de la imitación propia de los monos”[46].

Así, en Mill la libertad del hombre se conjugan con su las concepciones humanistas del Renacimiento, con su manera de relacionar la educación, la moral, el individuo y la libertad[47].

Así, la interpretación de la moral utilitarista que hace Mill se aleja de la que mantenían Bentham o su padre[48].

Como dice en El utilitarismo: en la norma áurea de Jesús de Nazaret, leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: ‘haz como querrías que hicieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo’. En esto consiste el ideal de perfección de la moral utilitarista […] establecer en la mente de cada individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien de todos”[49].

Así, la moral utilitarista de Mill “abandonó el egoísmo, supuso que el bienestar social concierne a todos los hombres de buena voluntad y consideró la libertad, la integridad, el respeto a la persona y la distinción personal como bienes intrínsecos aparte de su contribución a la felicidad”[50].

En definitiva, Mill nos previene en Sobre la libertad de “la tendencia de todos los cambios que tiene lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo”, y de que “por razón del bajo estado moral e intelectual de todas las clases […] en lo único que pondo esperanzas de un bien permanente es […] en grandes mejoras en la educación”[51].

Como señala Sáez Mateu, “Mill proposa un món millor, no un món perfecte. Els poders públics, doncs, han de procurar sempre el bé comú, però sense que aquest noble afany restringeixi la llibertar individual del ciutadans”[52].

Con Mill vemos que hay que poner límites a la libertad, pues como dice Sáez Mateu, “la meva llibertat no tindria perquè veure’s afectada per les irresponsabilitats dels altres”[53], pero igualmente “ens parla justament de la necessitat d’un límit dels límits, és a dir, del caràcter innegociable de la llibertat”[54].

Así vemos que la teoría de los derechos del individuo que expone Mill en Sobre la libertad es incompatible con una sociedad totalmente libre, salvaje, donde dominen los más fuertes; debe haber una sociedad civil organizada por un Estado representativo donde se salvaguarde la soberanía del individuo frente a la tiranía de la mayoría, pero donde también se pueden poner límites a esa libertad.

En todo caso, el Estado no puede hacer feliz al individuo.

Veamos otras interpretaciones del pensamiento de Mill. Para Dalmacio Negro, Mill se inscribe dentro del liberalismo racionalista, y por tanto en “la idea de establecer racionalmente un sistema social completamente nuevo en que el hombre se sienta enteramente renovado y pueda conducirse como ser esencialmente moral. Dentro de un contexto así, la libre discusión y la pura libertad de pensamiento pueden ser la única y la verdadera panacea”[55].

En cambio para Isaiah Berlin nuestro filósofo inglés no sería tanto un racionalista, sino un amante de la diversidad: “Siguió creyendo que la felicidad era el único fin de la existencia humana; pero su idea de qué era lo que contribuía a ella fue radicalmente distinta de la de sus educadores, ya que lo que más llegó a valorar no fue ni la racionalidad ni la satisfacción, sino la diversidad, la plasticidad y la plenitud de la vida, la chispa indescriptible el genio individual, la espontaneidad y singularidad de un hombre, un grupo, una civilización”[56].

Detestaba y temía la estandarización. Percibió que en nombre de la filantropía, la democracia y la igualdad se estaba creando una sociedad en al que los objetivos humanos se iban haciendo artificialmente más pequeños y estrechos, y en la cual se estaba convirtiendo a la mayoría de los hombres en un simple ‘rebaño industrioso’ (para usar la frase de su admirado Tocqueville) en el que la ‘mediocridad colectiva’ iba ahogando poco a poco la originalidad y la capacidad individual”[57].

 

 

 

 

 

 

 

&5 Comentario personal.

 

En nuestra opinión, Stuart Mill en principio parecería que puede encarnar esos valores fundamentales que son la libertad y la igualdad. Valores tradicionales a los que se enfrentaría el aristocratismo que defiende Nietzsche -según Esteban. Un Nietzsche que luego llamaría a la transvaloración de todos los valores, que habría de encarnar en el futuro un hombre redentor y son el contra-ideal a lo sucedido hasta ahora en la ideología moderna.

En lo que no estamos de acuerdo con Esteban es en que el aristocratismo de Nietzsche implique negar la libertad.

Y en lo que respecta a la igualdad, aunque Mill tampoco es el abanderado de la igualdad al estilo de los derechos franceses del hombre y del ciudadano surgidos de la Revolución francesa, podemos dar por bueno en principio el tópico de que Mill defiende la igualdad, pues esto es cierto en cierto sentido.

Intentemos aclarar estas ideas.

Pienso que Nietzsche se contrapone a Mill en cuanto a que el inglés defiende la igualdad de toda la humanidad, sin jerarquías, pero no tanto en cuanto a su visión de la libertad, pues en ambos creo que se afirma la individualidad de hombre libre. Eso sí, en Mill esto se hace desde un punto de vista inmerso en la moralidad de unos valores, y en Nietzsche esto se hace más allá de todo bien y mal, extramoralmente.

Esto es, en Mill se reivindican las individualidades fuertes, como en Nietzsche, pero limitando esta individualidad a una moral.  En cambio en Nietzsche, como hemos visto, se trata de superar esa moral, de estar más allá, fuera de ella.

En Nietzsche no se aspira a la felicidad para el mayor número de personas, y en Mill sí (este rasgo lo toma de Bentham).

En Nietzsche no se aspira a la igualdad de la humanidad, y en Mill sí. En esto, serían, efectivamente, autores contrapuestos.

Pero la igualdad a la que aspira Stuart Mill, implica también cierta desigualdad, pues como dice Rodríguez Huescar (luego lo recalcaremos), “la libertad radica en la desigualdad, en la variedad, en lo diferencial del hombre; es decir, su sujeto es el individuo concreto e intercambiable”[58].

En la medida en que Brandes y el propio Nietzsche se fijan en Mill, en tanto que utilitarista inglés, la contraposición entre Nietzsche y Mill es correcta.

Esta lectura que hace Brandes no dejaría de ser lógica, pues tal como señala Esperanza Guisán,  en las tesis de El Utilitarismo y en las de Sobre la libertad subyace la doctrina del utilitarismo junto con “las aportaciones posteriores que el mundo de la ilustración vino a añadir: igualdad, libertad, fraternidad”[59].

Pero en la medida en que Mill es un autor mucho más complejo de lo que Brandes y Nietzsche parecen descubrir, podríamos encontrar cierto aire de familia en la llamada a la libertad individual que en ambos pensadores habita.

Como señala López Castellón acerca de la crítica que Nietzsche hace a la moral, esta es una crítica en nombre de la individualidad[60].

Así como Stuart Mill defiende el sentido de la moral en nombre de la humanidad, en cambio Nietzsche lleva a cabo el desenmascaramiento de la moral como debilidad, patología, cansancio e ilusión.

Stuart Mill defiende los conceptos de felicidad, de humanidad, de libertad, frente a Nietzsche, que denuncia esa misma moral moderna, y anuncia el advenimiento de un hombre redentor que superará esa moral, estará más allá de ella, y reafirmará su libertad para ser bueno en el sentido aristocrático de la palabra.

En definitiva, la propuesta de Nietzsche es subvertir los valores tradicionales, como muy bien supo ver ya en su día Brandes, y Stuart Mill es un representante aventajado de esos valores tradicionales.

Stuart Mill es un firme representante de esa defensa de las libertades, no sólo de las tradicionales sino también de otras nuevas, como se puede ver en el caso de su defensa de los derechos de las mujeres.

Si Nietzsche aboga por dejar ya de lado la moral de los débiles y critica la gazmoñería propia de la filosofía inglesa, en cambio Mill, como dice Guisán, “transporta dignamente la antorcha de quienes creen que los hombres no han nacido con culpa, no son lobos para el hombre, ni entidades conclusas, reclusas en sus mismidades, sino criaturas simpáticas, abiertas, con capacidad para sufrir y gozar con el infortunio y la dicha ajenos”[61].

Así, esa contraposición que Brandes y Nietzsche hacen respecto a Mill y la filosofía inglesa, cobra sentido. Continúa Guisán: “Sólo, propondrá Mill, cuando los hombres se encuentran en pie de igualdad, cuando se establecen relaciones cordiales y solidarias, es posible la armonía social, que garantiza la felicidad generalizada de los miembros de la comunidad, hermanados por los lazos de la mutua simpatía. Los ideales ilustrados de igualdad y fraternidad repiquetean y resuenan en la obra de Mill”[62].

En Mill encontramos la búsqueda de una armonía social. En Nietzsche no. En Mill hay una moral. En Nietzsche se arrumba la moral, pero no sabemos bien qué valores quedarán para el futuro; en todo caso, no parece que se busque una armonía social, sino más bien que la naturaleza siga su curso, pues las desigualdades son naturales.

Y es que Nietzsche, en mi opinión, se inscribe en la larga tradición que considera que las desigualdades son naturales: para Aristóteles (384-322 a.c.) la desigualdad está en el orden natural de las cosas, lo que justificaría la esclavitud, igual que para Catón el viejo en el siglo III-II a.c o para Varrón un siglo más tarde.

Y Mill pienso que se inscribe más en la tradición de Platón, de Tomás Moro (1478-1535) o de Marx (1818-1883), que quieren sustituir la noción de desigualdad natural por la de equidad, más que en la de los economistas liberales que le siguen (pese al liberalismo de Mill) como Adam Smith en el siglo XX, que consideran las desigualdades como un mal necesario.

Como dice Guisán, “cuando el credo neoliberal levanta, contemporáneamente, sus armas contra el ‘socialista cualificado’ John Stuart Mill (como le denomina John M. Robson), lo hace pasando por alto que John Stuart Mill fue asimismo el promotor de la ideología liberal más progresista y revolucionaria que pudiera darse”[63]. “La única acusación coherente realizada a Mill desde una perspectiva neoliberal, sería, no la de poner en solfa la libertad, sino la de condicionarla a la solidaridad”[64].

Esto es, en Mill se reivindican las individualidades fuertes, como en Nietzsche, pero limitando esta individualidad a una moral.  En cambio en Nietzsche, como hemos visto, se trata de superar esa moral, de estar más allá, fuera de ella. Pero también en Nietzsche se desprecia el Estado, prusiano en su caso, y se atiende al individuo, al superhombre.

Por otro lado, para Himmelfarb, según nos dice Dalmacio Negro, hay dos Mill, cada uno de ellos vinculado a una tradición liberal diferente (en este sentido, la idea de libertad que Mill defiende en Sobre la libertad no le acompañó a lo largo de toda su obra). “Precisamente por esta contradicción, para Himmelfarb, Mill ‘representa en el mundo angloamericano lo mismo que Nietzsche en la tradición continental: el apogeo de la ‘modernidad’”[65].

Si ambos representan el apogeo de la modernidad, yo diría que lo son en sentidos contrarios. En Mill encontramos, como dice Berlin, “su apasionada creencia de que el hombre se hace humano mediante su capacidad de elección para el bien y para el mal”[66]. En Nietzsche en cambio encontramos, parafraseando su obra, alguien que está Jenseits von Gut und Böse, alguien que piensa en una filosofía del futuro.

 

Como dice Rodríguez Huéscar en la introducción a las dos obras que nos ocupan de Mill, a primera vista, el principio de Stuart Mill de que la libertad de pensamiento o de acción en el individuo no debe tener otro límite que el perjuicio de los demás, sorprende por su extraordinaria semejanza con la vieja fórmula del siglo XVIII (como el artículo IV de la Déclaration des droits de lhome et du citoyen: “la libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro. Así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos; estos límites no pueden ser determinados más que por la ley”).

Es en esa semejanza en la que parece hacer hincapié la lectura que de Mill hace Esperanza Guisán.

Pero en cambio el concepto de libertad de Mill y el de los doctrinarios franceses son opuestos: “Para los definidores de los derechos del hombre, en efecto, se trata de la libertad del hombre abstracto, de una libertad igualitaria, racionalista, cuyo sujeto es, en rigor, un esquema: el esquema natural del hombre o el esquema social vacío de vida del ciudadano. Para Stuart Mill, por el contrario, la condición esencial de la libertad radica en la desigualdad, en la variedad, en lo diferencial del hombre; es decir, su sujeto es el individuo concreto e intercambiable. La doctrina de Mill viene a poner en evidencia, precisamente, la incompatibilidad final de los dos postulados de la Revolución francesa: libertad e igualdad”[67].

En conclusión, estoy más de acuerdo con Rodríguez Huéscar que con Dalmacio Negro o con Guisán, pues veo a Mill menos como un racionalista que como alguien que muestra “la incompatibilidad final de los dos postulados de la Revolución francesa: libertad e igualdad”. En este sentido, veo cierta cercanía con Nietzsche, el Nietzsche que pensando la filosofía del futuro reniega de la moral pero no de la libertad.

En todo caso, por lo que concierne al objeto directo del trabajo monográfico que nos ocupa, considero que a partir del enfoque que hace Brandes de Nietzsche y del utilitarismo de Mill, la contraposición es muy acertada.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            


[1] BRANDES G., “Radicalismo aristocrático. Un ensayo sobre Friedrich Nietzsche” en Cuaderno gris, Nº. 5, 2001 (Ejemplar dedicado a: Nietzsche y la «gran política»: antídotos y venenos del pensamiento nietzscheano). http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2358979

 

[2] Ibíd., nota al pie nº 1.

 

[3] Ibíd., p. 27.

 

[4] Ibíd., p. 30.

 

[5] Ibíd., p. 31.

 

[6] Ibíd., p. 33.

 

[7] Ibíd., p. 35.

 

[8] Ibíd., p. 39.

 

[9] Ibíd., p. 40.

 

[10] MOREY M., “Un fragmento de voz. Conjetura sobre las categorías nietzscheanas”, en Enrahonar 35, 2002, p. 78

 

[11] Ibíd., p. 80.

 

[12] Ibíd., p. 87.

 

[13] NIETZSCHE F., Poesies, Quaderns Crema, Barcelona, 1999, traducció de Manuel Carbonell, p. 97.

 

[14] NIETZSCHE F., La genealogia de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 9.

 

[15] Ibíd., p. 67.

 

[16] NIETZSCHE F. Aurora, § 9 Idea de la moral de las costumbres.

 

[17] Op. Cit., La genealogia de la moral, p. 68.

 

[18] Op. Cit., p. 78.

 

[19] Op. Cit., p. 85.

 

[20] Op. Cit., p. 89.

 

[21] Op. Cit., p. 97.

 

[22] Op. Cit., p. 99.

 

[23] Op. Cit., p. 103.

 

[24] Op. Cit., p. 51.

 

[25] NIETZSCHE F., Sobre veritat y mentida en sentit extramoral. Sobre Teognis de Mègara, Edicions de la ela geminada, 2011, p. 210.

 

[26] ESTEBAN J. E., “El aristocratismo político de Nietzsche” en Cuaderno gris, Nº. 5, 2001, p. 191.

 

[27] Ibíd., p. 192.

 

[28] Ibíd., p. 195.

 

[29] Ibíd., p. 196.

 

[30] VATTIMO G., Introducción a Nietzsche, Ediciones Península, Barcelona, 1987, p. 123.

 

[31] 483 d: “Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más”.

 

[32] NIETZSCHE F., Más allà del bien y del mal, Introducción de Andrés  Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1984, p. 14.

 

[33] Ibíd., p. 57.

 

[34] Ibíd., p. 219.

 

[35] Ibíd., p. 254.

 

[36] NIETZSCHE F., “Incursiones de un intempestivo”, en Crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofía con el martillo, Alianza, Madrid, 2011, p. 91.

 

[37] Ibíd., p. 100.

 

[38] NIETZSCHE F., “Sentencias y flechas”, en Crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofía con el martillo, Alianza, Madrid, 2011, p. 35.

 

[39] ORTEGA GUTIÉRREZ D., “Mill y la formación del ciudadano”, en Revista de Estudios Políticos (Nueva época), núm. 103. Enero-marzo 1999, p. 133.

 

[40] Ibíd., p. 134.

 

[41] Ibíd., p. 137.

 

[42] Ibíd., p. 137.

 

[43] Ibíd., p. 140.

 

[44] Ibíd.,  nota al pie núm. 5, p. 130.

 

[45] Ibíd., p. 136.

 

[46] Ibíd.,  nota al pie núm. 34, p. 136.

 

[47] Ibíd., p. 142.

 

[48] Como señala la nota al pie núm 71 del articulo de Ortega Gutiérrez: El utilitarismo de Bentham y James Mill consistía básicamente en la búsqueda de la mayor cantidad de felicidad para el mayor número posible de personas, pero este utilitarismo era egoísta, se centraba en el hedonismo, tenía claras influencias epicúreas. A este respecto es famosa la declaración de Bentham al señalar que ‘el juego de alfileres es tan bueno como la poesía’ si produce el mismo placer, también es bastante conocida la contestación de John Stuart Mill a esta idea: ‘mejor ser un Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho’.

 

[49] Ibíd., p. 143.

 

[50] Ibíd., p. 143.

 

[51] Ibíd., p. 146.

 

[52] STUART MILL J., Sobre la llibertat, pròleg de Ferran Sáez Mateu, Edicions de la ela geminada, Girona, 2012, p. 11.

 

[53] Ibíd., p. 14.

 

[54] Ibíd., p. 15.

 

[55] STUART MILL J., Sobre la libertad y comentarios a Tocqueville, edición de Dalmacio Negro, Espasa Calpe, Madrid, 1991.

 

[56] STUART MILL J., Sobre la libertad, Alianza, introducida por la conferencia “John Stuart Mill y los fines de la vida”, de Isaih Berlin, Alianza, Madrid, 1997, p. 14.

 

[57] Ibíd., p. 22.

 

[58] STUART MILL J., Sobre la libertad, El utilitarismo, Ediciones Orbis, Barcelona, 1980, p. 19.

 

[59] STUART MILL J., El utilitarismo, Alianza, Madrid, 1994, introducción de Esperanza Guisán, p. 10.

 

[60] NIETZSCHE F., Aurora, M.E. Editores, Madrid, 1994. Introducción de Enrique López Castellón. “En la medida en que la moral se da en el seno de lo colectivo y es, antes que nada, obediencia a las costumbres, un espíritu libre, esto es, un individuo que aspira sobre todo a ser fiel a sí mismo, ha de entrar en contradicción con los usos establecidos. En conclusión, Nietzsche critica la moral en nombre de la individualidad, de la excepción no regulable por normas universales, es decir, por usos que determinan las conductas y los juicios de las medianías despersonalizadas que aceptan sin cuestionar lo que la tradición ha consagrado e impuesto. Es en esa denuncia, que recurre a la historia y a la psicología científicas para llevar a cabo el desenmascaramiento de la moral como debilidad, patología, cansancio e ilusión, donde Nietzsche se muestra como un ilustrado. Hay que matizar, empero, que nuestro autor ―como ha explicado Fink― «no cree con absoluta seriedad en la razón, en el progreso, en la «ciencia», pero los utiliza como medio para poner en duda la religión, la metafísica, el arte y la moral, para hacer de ellos «cosas discutibles». (…) El espíritu libre no es libre porque viva de acuerdo con el conocimiento científico, sino que lo es en la medida que utiliza la ciencia como un medio para liberarse de la gran esclavitud de la existencia humana respecto a los «ideales», para escapar al dominio de la religión, de la metafísica y de la moral». En este sentido, la crítica nietzscheana es radical, alcanza a sus fundamentos y, en consecuencia, afecta también a las nuevas religiones laicas que sustituyen el culto a Dios por el culto a la humanidad, por la veneración de lo colectivo”.

 

 

[61] Op. Cit., p. 13.

 

[62] Op. Cit., p. 15.

 

[63] Op. Cit., p. 22.

 

[64] Op. Cit., p. 24.

 

[65] Op. Cit., p. 37.

 

[66] Op. Cit., p. 34.

 

[67] Op. Cit., p. 19.

 

BIBLIOGRAFÍA

BRANDES G., “Radicalismo aristocrático. Un ensayo sobre Friedrich Nietzsche” en Cuaderno gris, Nº. 5, 2001.

ESTEBAN J. E., “El aristocratismo político de Nietzsche” en Cuaderno gris, Nº. 5, 2001.

MOREY M., “Un fragmento de voz. Conjetura sobre las categorías nietzscheanas”, en Enrahonar 35, 2002.

NIETZSCHE F., Aurora, M.E. Editores, Madrid, 1994. Introducción de Enrique López Castellón.

NIETZSCHE F., Crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofía con el martillo, Alianza, Madrid, 2011.

NIETZSCHE F., La genealogia de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1988.

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NIETZSCHE F., Poesies, Quaderns Crema, Barcelona, 1999, traducció de Manuel Carbonell.

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ORTEGA GUTIÉRREZ D., “Mill y la formación del ciudadano”, en Revista de Estudios Políticos (Nueva época), núm. 103. Enero-marzo 1999.

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STUART MILL J., Sobre la libertad, El utilitarismo, Ediciones Orbis, Barcelona, 1980.

VATTIMO G., Introducción a Nietzsche, Ediciones Península, Barcelona, 1987.

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COMENTARIO SOBRE “FOUCAULT. DERECHO DE MUERTE Y PODER SOBRE LA VIDA”.

Posted by forseti4y9 en 20 May 2012

Último capítulo de Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber.

Comenzaremos por distinguir brevemente, siguiendo a Miguel Morey 1, tres etapas en la obra de Michel Foucault, que podrían presentarse bajo las rúbricas de: el saber, el poder y la subjetividad.
En la primera etapa intenta un procedimiento: la arqueología del saber, con posiciones cercanas al estructuralismo.
En la segunda, con su genealogía del poder, analiza las relaciones de poder.
En la tercera, con su estética de uno mismo, conocida también como ética de la subjetividad o tecnologías del yo, analiza la sexualidad como problema político y moral.
La Historia de la sexualidad I, obra a la que pertenece el capítulo “Derecho de muerte y poder sobre la vida” que da pie a este comentario, se enmarca en esta tercera etapa.
Pero en realidad, la cuestión del poder está presente desde el principio al final de su obra, y siempre se interroga sobre un objeto moral: la locura, la enfermedad, la sexualidad.
La primera mirada sobre el poder de la obra de Foucault subraya que el soberano debe saber el nombre y filiación de cada uno de los gobernados para poder gobernar mejor. El denominador común de las grandes instituciones totales del nuevo régimen (el hospital, la fábrica, la escuela, el cuarte…) es el imponer un empleo del tiempo. El modelo es la cárcel.
La segunda mirada de Foucault es un proyecto de estructura de la sexualidad, entendida como proyecto reciente, con un fin próximo que se producirá cuando cambien las condiciones de posibilidad. Ya no se trata del encierro, de represión sexual, sino del espacio positivo de una forma seductora del poder, de buscar tu verdad íntima.
La tercera mirada del poder tiene que ver con el bio-poder. Además del modo como el poder nos emplaza a determinados comportamientos y del saber que nos da una baraja limitada, hay un tercer elemento, un pliegue: qué hace uno mismo con lo que el poder demanda y el saber le proporciona.
Es otro tipo de obediencia; nos abrimos al modo de cada cual de tutelarse a sí mismo.
En este sentido, Morey se pregunta acerca de si este cuidado de sí, si esa obediencia de uno mismo, no podría ser una condición de posibilidad ineludible para establecer cualquier tipo de resistencia, una vez desaparecidas las sociedades disciplinarias y la sociedad de control.
Quizá en este sentido, la apuesta sea la de entender ese pliegue del poder de tal forma que la muerte no sea sino la confusión de la vida, y, como dice Deleuze, “la muerte se pierde en sí misma”; entender, como dice la profesora Quintanas, “dónde se están produciendo fisuras que puedan permitir la creación de líneas de fuga desde las cuales ensayar nuevas formas de vida”, pues, “donde hay poder, hay posibilidad de resistencia”2. Pues como escribe Foucault sobre el momento absolutamente singular que clausura nuestra vida: “Merece la pena ocuparse más de él que de cualquier otro: no para preocuparse o intranquilizarse sino para transformarlo en un placer desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso y también sin fatalidad, iluminará toda la vida”3.
Esta forma de abordar el final de la vida me recuerda la vía del samurái. Citando el Hagakuré tal como lo entiende Yamamoto : « C’est-à-dire, l’absolue loyauté vis-à-vis de la mort doit être mise en œuvre tous les jours. On doit aborder chaque aube en méditant tranquillement, en pensant à sa dernière heure et en imaginant les différentes manières de mourir”4.
En el texto de Foucault “Derecho de muerte y poder sobre la vida” (y en la clase del 17 de marzo de 1976 en el Collège de Francia, como analiza la profesora Quintanas) podemos ver el paso desde la primera hacia la tercera mirada sobre el poder, que aún convive en mayor o menor medida con las dos primeras.
Así por ejemplo cuando dice: “la vieja potencia de la muerte, en la cual se simboliza el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida. […]. Se inicia así la era de un ‘bio-poder’.”5.
Podría resumirse también en estos términos (citando a nuestra profesora): “En l’Antic Règim, el poder del sobirà es distingia pel fet de poder disposar del dret de ―fer morir o deixar viure- els seus súbdits, mentre que, paral•lelament a l’aparició del liberalisme, va anar sorgint tota una nova tecnologia del poder més caracteritzada pel fet de ―fer viure o deixar morir-. A partir del segle XVIII, ja no es tractaria tant d’eliminar o mutilar la vida –com en el cas de la pràctica del suplici, definitòria de l’Antic Règim-, sinó més aviat de gestionar-la, administrar-la i governar-la exhaustivament, fins als seus detalls més nimis o aparentment insignificants”6.
Dicho de otro modo: “Administrar, gestionar y regular la vida, será el epicentro de esta nueva forma de ejer¬cicio del poder. El derecho de «hacer vivir», de intervenir sobre la vida misma, hasta en sus detalles aparentemente más insignificantes, ha dejado en segundo término el derecho de matar”7.
Me atrevería a sugerir una evolución, a la vista de lo expuesto hasta ahora: desde el viejo derecho de matar, al actual derecho de hacer vivir, y al futuro derecho de transformar la muerte en un placer desmesurado. Todos derechos conviviendo sin solución de continuidad.
Como pone de manifiesto la profesora Quintanas, a través de las investigaciones foucaultianas podemos ver que “de una medicina que, antes del siglo XVIII, tenía muy poca incidencia sobre la mayoría de la población, se ha pasado a una medicina que incluye todos los ámbitos de la vida humana. Es lo que Foucault llama la “medicalización indefinida” de la sociedad”8.
Esto es, se habría formado una especia de “somatocracia”, como señala el propio Foucault, en la que la medicina adopta una posición normativa en la gestión de la existencia humana, que la funda para regir las relaciones físicas y morales del individuo y de la sociedad en la que él vive9.
Nos parece clara la influencia que sugiere la profesora Quintanas entre el concepto de biopolítica de Foucault y el de bioética, incluso tomando casos de la historia de España y no sólo de la de Francia, Inglaterra o Alemania. A este efecto, se demostraría también que es válida la idea foucaultiana de que “uno de los puntos neurálgicos de los que irradian los poderes de normalización en nuestra sociedad es el de los discursos y las prácticas médicas”10.
A este respecto, me parece oportuno recordar que ya en la clase del 15 de enero de 1975 del Collège de Francia, Foucault hace referencia a que dentro del sistema médico y judicial del SXIX, la pericia es la pequeña clavija que sostiene el conjunto. Una pericia médico-legal que no se deduce de la medicina ni del derecho, que no se dirige a delincuentes o inocentes, sino a la categoría de los anormales (en el continuum de gradación de lo normal a lo anormal), dentro de la historia del poder de normalización que por ejemplo se ha aplicado a la sexualidad.
“Con la pericia tenemos una práctica que concierne a anormales, pone en juego cierto poder de normalización y tiende, poco a poco, por su propia fuerza, por los efectos de unión que asegura entre lo médico y lo judicial, a transformar tanto el poder judicial como el saber psiquiátrico, a constituirse como instancia de control del anormal”11.
Así, vemos que la pericia médicina se ha asociado con lo legal, y por tanto el propio concepto de medicina se ha asociado a un poder de normalización, que esencialmente ha sido aplicado a la sexualidad.
En concreto, la evolución de este poder ha sido desde el modelo de la lepra 12 (exclusión de los leprosos, con prácticas de rechazo y marginación de la comunidad) al de la peste 13 (inclusión del apestado; la ciudad se divide en distritos con un poder continuo de vigilancia ininterrumpida, una individualización y subdivisión del poder que  registra su vivienda, su tiempo, su localización, su cuerpo), un modelo en el que hay unas tecnologías positivas del poder. El desconocimiento ha dado paso al crecimiento del saber.
En lo que Foucault llama la Edad Clásica, S. XVIII, el arte de gobernar implica una teoría jurídico-política del poder (aparato gubernamental, transferencia, alienación), un aparato del Estado, una técnica general de ejercicio del poder, una organización disciplinaria, o, como dice Canguilhem “un proceso general de normalización social, política y técnica” 14.
Señalaba Foucault que al menos desde fines del SXVIII somos secularmente contemporáneos de este sistema de disciplina y normatividad 15.
Es cierto que en el año 1975 Foucault todavía no había llegado a exponer su tercera mirada sobre el poder, la biopolítica, pero nos parece interesante ver el análisis que entonces hacía del poder, pues creemos que la biopolítica no ha suprimido del todo nuestra contemporaneidad con el sistema normalizador en educación, en hospitalización, en producción industrial o en el ejército, tal como señalaba Canguilhem, sino que lo que ha ocurrido es que se ha aplicado esta concepción normalizadora, “a la vez positiva, técnica y política” 16 al dominio de la sexualidad.
A juicio de Foucault, “el siglo XVIII introdujo también un poder que no es conservador sino inventivo, un poder que posee en sí mismo los principios de transformación e innovación”17 .
En este sentido, ya en la clase del 8 de enero de 1975, señaló que lo que plantea no es la cuestión de los efectos de verdad que, en el discurso, puede producir en el sujeto un supuesto saber, sino que lo que estudia es los efectos del poder que un discurso produce en la realidad, y no desde la ideología o desde las instituciones judiciales o médicas sino desde la tecnología del poder que utiliza esos discursos e intenta hacerlos funcionar 18.
Será cuando llegue a su tercera etapa, cuando veamos estudiar las tecnologías del yo, la subjetividad y el biopoder. Como señala Morey, “el desplazamiento que conduce a la tercera se anuncia ya tras cuestiones como la de la gobernabilidad, a partir de 1978, y halla su manifestación cumplida principalmente en los volúmenes segundo y tercero de la historia de la sexualidad”.
Para una comprensión resumida de lo que es la biopolítica foucaultiana, nos remitimos al resumen que de la misma se hace en el Diccionario de Michel Foucault19 , en base, en este caso, a los Dits et écrits 20 ; ahí podemos leer: “hay que entender por ‘biopolítica’ la manera en que, a partir del siglo XVIII, se buscó racionalizar los problemas planteados a la práctica gubernamental por los fenómenos propios de un conjunto de vivientes en cuanto población: salud, higiene, natalidad, longevidad, raza”.
En orden a poner en relación el concepto de biopolítica de Foucault con el de bioética, me parece oportuno traer a colación el propio paralelismo que Foucault analizó entre la parrhesia filosófica y la práctica médica. Este paralelismo puede verse cuando analiza el texto de Filodemo: la parrhesia es un auxilio, una therapeia.
También encuentra un paralelismo con el maestro: cuando el maestro practica la parrhesia, incita a sus alumnos a hablar libremente, lo que aumenta la eunoia (benevolencia) e incluso la amistad entre ellos. Foucault apunta que en los círculos epicúreos (con un kathegoumenos que lidera el grupo) se encuentra la primera fundación de lo que se transformará con el cristianismo21 .
En este sentido me pregunto si la labor de un médico con conocimientos de bioética no sería sino aplicar la parrhesia: “al actuar sobre ellos, el propósito es, en lo fundamental, que lleguen a constituir por sí mismos, con respecto a sí mismos, una relación de soberanía que será característica del sujeto sabio, el sujeto virtuoso, el sujeto que ha alcanzado toda la dicha que es posible alcanzar en este mundo. Y por consiguiente, si ése es el objeto mismo de la parrhesia, se ve con claridad que quien la practica-el maestro- no tiene ningún interés directo y personal en este ejercicio. El ejercicio de la parrhesia debe estar esencialmente gobernado por la generosidad”22 .
Me parece también interesante en este punto el análisis que Foucault hace del texto de Séneca acerca de la parrhesia, la libertas. Ya no es un arte (en Filodemo sí lo era). Lo que se dice debe ser sin ornato, debe ser simple, pero a la vez composita, tiene que seguir un orden determinado. Simplicidad y composición inmediata. No se trata de sorprender con grandes golpes, sino de sembrar pequeñas semillas en el alma, prestando especial atención a la situación de los individuos.
Vemos en Séneca la inevitable comparación entre la medicina, el pilotaje y el gobierno, gobierno de sí mismo o de los otros. Y dice expresamente Foucault: “Esta comparación es, creo, verdaderamente matriz en el pensamiento, en la teoría del gobierno en la época helenística y grecorromana. Gobernar es justamente un arte estocástico, un arte de conjetura como la medicina, y también como el pilotaje: dirigir una nave, curar a un enfermo, gobernar a los hombres, gobernarse a sí mismo, competen a la mismo tipología de la actividad a la vez racional e incierta” 23.
En definitiva, me parece que el concepto de parrhesia analizado por Foucault ilustra muy bien la ligazón entre biopolítica y bioética. Como señala Gabilondo, el juego de la parrhesia permite que el sujeto de la enunciación y el sujeto de la conducta se encuentren y, a su modo, coincidan. Lejos de una forma de sumisión, se desprende de la simple entrega al discurso político y a su poder. Tiene que ver más con la catarsis y la lucha por la verdad que implica finalmente un estilo de vida, el modo de vida contrastado a través de determinadas pruebas 24.
Lo que sirve para esa relación que es establece en un discurso parresiastico, de hablar claro, franc-parler, en política y en la relación maestro-discípulo, sirve también para la medicina.
La vida y la muerte dejarían de ser una receta que se expide en un esquema de sumisión y pasan a ser el fruto de un discurso honesto entre médico y paciente donde se trata de ser generoso, de prestar atención a la situación de los individuos, y donde el pensamiento pueda dar una respuesta original a una cierta situación, como concluye Foucault en el seminario de 1983, “en función del tipo de relación específica entre verdad y realidad que se da en la parrhesia”25 .
Y es que para Foucault la ética tiene un lugar muy importante. Como reconoce el propio Foucault en una de las entrevistas recogidas en Dits et écrits: « je serais assez d’accord pour dire qu’en effet ce qui m’intéresse c’est beaucoup plus la morale que la politique ou, en tout cas, la politique comme une éthique » 26.
En este sentido, me pregunto si acaso el médico en su relación con el paciente no debería prestar atención más a la manera en que hace las cosas, y no tanto a lo que se hace, al modo en que Hadot entiende la filosofía estoica de Marco Aurelio: Para Marco Aurelio, la filosofía no propone un programa político. Pero espera de la filosofía que le forme, que le prepare, gracias a los ejercicios espirituales que cumple, a llevar su acción política en un cierto sentido, según cierto estilo. Lo que importa, es menos qué se hace que la manera en la que se hace. En el fondo “il n’y a de politique qu’étique”27 .
Así, podríamos sugerir que de la misma forma que no hay política sin ética, no hay medicina sin ética.
No se trata de cosificar la enfermedad, como si la realidad fuera objetiva y el diagnóstico inapelable, pues, parafraseando al Marx de Trabajo asalariado y capital “un negro es un negro, y solamente en ciertas condiciones se convierte en un esclavo. Una máquina de tejer algodón es una máquina de tejer algodón, y sólo en ciertas condiciones se convierte en capital”28 .
Para terminar, haremos referencia a la entrevista publicada en la revista Quel Corps titulada “Poder-Cuerpo”29 , de septiembre de 1975, en la que ya Foucault señalaba, quizá anticipando su tercera mirada sobre la biopolítica, que el cuerpo social no aparece por consensus sino por la materialidad del poder sobre los cuerpos de los mismos individuos. El poder ocupa el cuerpo (por ejemplo en el autoerotismo, la masturbación, que se controla desde el siglo XVIII) e inevitablemente el cuerpo se revela contra el poder, en una lucha indefinida, aunque eso no quiere decir que no pueda terminar un día.
Pero el poder no se limita a una perspectiva de ideología o de represión, sino que precisamente el poder “produce efectos positivos” 30 tanto a nivel de deseo como de saber, y por tanto el poder, lejos de estorbar al saber, lo produce.
El poder no se localiza en el Estado, en el aparato del Estado (ni en los aparatos ideológicos del Estado, diría yo, trayendo la expresión althusseriana) sino que se localiza fuera de él, motivo por el cual se dedica a estudiar los micropoderes que se ejercen a nivel cotidiano.
En definitiva, como señaló en el curso del 14 de enero de 1976, “se trata de coger al poder en sus extremidades, en sus confines últimos, allí donde se vuelve capilar, de asirlo en sus formas e instituciones más regionales, más locales, sobre todo allí donde, saltando por encima de las reglas de derecho que lo organizan y lo delimitan, se extiende más allá de ellas, se inviste en instituciones, adopta la forma de técnicas y proporciona instrumentos de intervención material, eventualmente incluso violentos”31 .
Leyendo esto no puedo sino pensar en que la medicina es un campo perfecto para comprobar esa capilaridad  del poder, pues en la relación médico-paciente o institución médica frente a las personas que acuden a ella, en la extremidad médica en definitiva, pueden surgir instituciones, prácticas y comportamientos poco éticos en los que la violencia contra los cuerpos y las personas disfrace de anormal lo que en una modelo parresíaco diferente no sería sino otra problematización.
De ahí la importancia en el campo de la medicina ha de tener la bioética. No se trata de tener soluciones de manual sino de atender a la casuística pero siempre en base a los principios de autonomía, beneficiencia, no maleficiencia y justicia.
En todo caso, quizá debamos volver a la tradición preplatónica frente a la socrática y otorgándole más valor al cuerpo y percibiendo con él cómo el biopoder se introduce en él.
Como leemos en García Gual: “el descubrimiento de Sócrates fue que la persona verdadera no era el cuerpo, sino el alma. Esto se opone a la tradición preplatónica, donde era el cuerpo el que pensaba y sentía, y en él se situaban los órganos corpóreos de la sensibilidad y el pensamiento”32 .
El propio Foucault en la entrevista de enero de 1977 titulada Las relaciones de poder penetran los cuerpos hace referencia al concepto de bio-poder, de somato-poder, en el sentido de que las relaciones de poder inundan el cuerpo del sujeto directamente, sin necesidad de pasar por su conciencia.
Textualmente: “Lo que busco es intentar mostrar cómo las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos. Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio-poder, de somato-poder que es al mismo tiempo una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual nos reconocemos y nos perdemos a la vez”33  .

NOTAS
1 Para ello, seguiremos las notas que tomamos en una conferencia que el catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona pronunció en Zaragoza el 25 de noviembre de 2009 en el curso de la Institución “Fernando el Católico” sobre El espacio de lo político: miradas desde la filosofía, con el título “M. Foucault: tres miradas sobre el poder”.
Una exposición es este mismo sentido podemos encontrarla en la introducción que Miguel Morey hizo a FOUCAULT, M, Tecnologías del yo y otros textos afines, Paidós, Barcelona, ICE de la UAB.
2 QUINTANAS, A., El tabú de la muerte y la biopolítica según M. Foucault, ΔαÍμων. Revista Internacional de Filosofía, nº 51, 2010, p. 178 y 179.
3 Ibíd., p. 181.
4 J. YAMAMOTO, Hagakuré, le libre secret des Samouraïs, Guy Trédaniel Éditeur, Paris, 1999, p. 76.
5  FOUCAULT, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, p. 169.
6 QUINTANAS A., “Govern de la vida i intervenció social: l’arrel biopolítica dels conflictes ètics”, 1r volum de la col•lecció MATERIALS D’ÈTICA APLICADA A LA INTERVENCIÓ SOCIAL (Girona, 2010).
7 Op. Cit. QUINTANAS, A., El tabú de la muerte y la biopolítica según M. Foucault, p. 172.
8 QUINTANAS, A., “Biopolítica y salud pública según M. Foucault”´, en Estudios filosóficos LX (2011), p. 436.
9 Ibíd, p. 437.
10 QUINTANAS, A., Higienismo y medicina social: poderes de normalización y formas de sujeción de las clases populares, en ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política N.º 44, enero-junio, 2011, p. 274.
11 FOUCAULT M., Los anormales, curso en el Collège de France (1974-1975), FCE, Buenos Aries, 2000, p. 49.
12 Ibíd., p. 50.
13 Ibíd., p. 54.
14 Ibíd., p. 56.
15  Ibíd., p. 58.
16  Ibíd., p. 57.
17 Ibíd., p. 59.
18 Ibíd., p. 27.
19 CASTRO, E., Diccionario de Michel Foucault, p. 45.
20 FOUCAULT, M., Dits et écrits, Gallimard, 1994.
21 FOUCAULT, M., La Hermenéutica del sujeto, Curso del Collège de France (1982), Akal, Madrid, 2005, p. 367.
22 Ibíd., p. 361.
23 Ibíd., p. 378.
24 FOUCAULT, M., Discurso y verdad en la antigua Grecia, Paidós, Barcelona, 2004, p. 21.
25  Ibíd., p. 216.
26 FOUCAULT, M., Dits et écrits, IV 1954-1988, Gallimard, Paris, p. 486.
27 HADOT, P., Introduction aux “Pensées” de Marc Aurèle, Fayard, Paris, 1997, p. 485.
28 LUKÁCS, G, Historia y conciencia de clase, Instituto del Libro, La Habana, 1970, p. 47.
29 FOUCAULT, M., “Poder-Cuerpo”, Microfísica del poder, la Piqueta, Madrid, 1992, p. 103.
30 Ibíd., p. 107.
31 Ibíd, p. 142.
32 GARCÍA GUAL, C. “Cuerpo y alma. De Homero a Platón”, en http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/garc-a-gual-cuerpo-y-alma-de-ho.pdf
33 FOUCAULT, M., “Las relaciones de poder penetran los cuerpos”, Microfísica del poder, la Piqueta, Madrid, 1992, p. 156.

BIBLIOGRAFÍA

CASTRO, E., Diccionario de Michel Foucault.
FOUCAULT, M., Microfísica del poder, la Piqueta, Madrid, 1992.
FOUCAULT, M., Dits et écrits, IV 1954-1988, Gallimard, Paris.
FOUCAULT, M., Discurso y verdad en la antigua Grecia, Paidós, Barcelona, 2004.
FOUCAULT, M., La Hermenéutica del sujeto, Curso del Collège de France (1982), Akal, Madrid, 2005.
FOUCAULT M., Los anormales, curso en el Collège de France (1974-1975), FCE, Buenos Aries, 2000.
FOUCAULT, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber.
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HADOT, P., Introduction aux “Pensées” de Marc Aurèle, Fayard, Paris, 1997.
LUKÁCS, G, Historia y conciencia de clase, Instituto del Libro, La Habana, 1970.
MOREY, M., Conferencia que pronunciada en Zaragoza el 25 de noviembre de 2009 en el curso de la Institución “Fernando el Católico” sobre El espacio de lo político: miradas desde la filosofía, con el título “M. Foucault: tres miradas sobre el poder”.

QUINTANAS, A., Higienismo y medicina social: poderes de normalización y formas de sujeción de las clases populares, en ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política N.º 44, enero-junio, 2011.
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YAMAMOTO J., Hagakuré, le libre secret des Samouraïs, Guy Trédaniel Éditeur, Paris, 1999.

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JOHN RAWLS, TEORÍA DE LA JUSTICIA, CAP. II.

Posted by forseti4y9 en 16 abril 2012

1 Situación del texto.

John Rawls publicó su libro Teoría de la Justicia en 1971. Con ello, volvía a situar en la escena del pensamiento político la vieja cuestión de cómo tiene que ser el Estado para ser justo. Si Platón, en el libro IV de la República nos mostraba que sería justo aquel Estado en que cada uno hiciera lo que le corresponde, y suponía que en el Estado había tres partes, Rawls en cambio nos ofrece otra teoría contractualista, la de una justicia distributiva, justificando porqué ha de ser así y queson los recursos lo que ha de ser distribuido de manera imparcial y equitativa.

Al hacerlo enfrenta su pensamiento de manera directa no a la vieja teoría platónica sino al utilitarismo (que se equivoca al no tomar en serio los derechos y libertades básicos de las personas)pues parece que en la filosofía política actual los postulados utilitaristas son aceptados por la sociedad de manera más o menos espontánea como punto de partida desde el cual se deben construir teorías que incorporen valores éticos.

2 Análisis del texto.

En el capítulo II Rawls analiza los principios de la justicia. Parte del carácter público acerca de lo que es justo e injusto en tanto que sistema de reglas coherentes de las instituciones sociales. Distingue entre los conceptos de regla, institución y estructura básica del sistema social, y subraya que su propósito es ocuparse “únicamente de la estructura básica de la sociedad y se sus principales instituciones y, por tanto, de los casos típicos de justicia social”[1].

Distingue entre justicia formal, como adhesiónu obediencia a los principios del sistema, y justicia sustantiva, pues podemos imaginar una sociedad esclavista, de castas o discriminatoria en general, formalmente justa, al tratar de manera semejante los casos semejantes, asegurando las expectativas legítimas, y esa sociedad no satisfaría quizá los principios de la justicia respecto a los que los hombres se pondrían de acuerdo en la posición original. Entendidos estos como los principios que personas racionales, libres e iguales acordarían en una situación inicial justa y que son resultado de un acuerdo colectivo que refleja la integridad y autonomía de las personas racionales contratantes.

La primera enunciación de los dos principios es[2]:

Primero: Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás.

Segundo: Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez que: a) se espera razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos.

Esas libertades básicas de las que habla en el primer principio son las de libertad política, de expresión y reunión, de conciencia y pensamiento etc.

El segundo principio se aplica a la distribución del ingreso y la riqueza en las organizaciones, haciendo asequibles los puestos.

Estos principios son un caso especial de una concepción de la justicia más general que permite una distribución desigual de los valores sociales (libertad y oportunidad entre otros)siempre que se mejore la posición de cada uno.

Pues bien, al establecer que el primer principio tiene prioridad sobre el segundo, no se permiten intercambios entre libertades básicas y ganancias económicas o sociales.

El segundo principio permite pues que cada persona se beneficie de las desigualdades permisibles dentro de la estructura básica. Pero las interpretaciones del mismo pueden ser varias; Rawls esboza algunas: el sistema de libertad natural, de igualdad liberal y el de igualdad democrática (y el de la aristocracia natural).

Se trata de combinar el principio de la justa igualdad de oportunidades con el principio de la diferencia: “las expectativas más elevadas de quienes están mejor situados son justas si y sólo si funcionan como parte de un esquema que mejora las expectativas de los miembros menos favorecidos de la sociedad”[3] (por ejemplo, el hombre peor colocado como representante de los obreros no cualificados).

Rawls señala que lo mejor es, en una estructura básica con representantes relevantes, maximizar primero el bienestar de las personas representativas de la peor situación; luego, el de los que le siguen, y así sucesivamente hasta llegar a los representantes mejor colocados.

En todo caso, usará el principio de la diferencia es su forma más simple: “Las desigualdades sociales y económicas habrán de disponerse de tal modo que sean tanto (a) para proporcionar la mayor expectativa de beneficio a los menos aventajados, como (b) para estar ligadas con cargos y posiciones asequibles a todos bajo condiciones de una justa igualdad de oportunidades”[4]. Los economistas verían en este principio el criterio maximin.

El punto (b), el principio de la justa igualdad de oportunidades, está en conexión con la justicia procesal, que puede ser perfecta o imperfecta. En la imperfecta se conoce el procedimiento correcto pero puede llegarse a un resultado equivocado (como en el proceso penal). La puramente procesal, la perfecta, predica que el resultado será correcto e imparcial siempre que se haya observado el procedimiento (como en los juegos de azar).

Es este modelo, se pueden asociar las tradicionales ideas de libertad, igualdad y fraternidad con la interpretación democrática de los dos principios de la teoría de la justicia de Rawls: “la libertad corresponde al primer principio, la igualdad a la idea de igualdad en el primer principio junto con la justa igualdad de oportunidades, y la fraternidad al principio de la diferencia”[5].

Además de los principios que se aplican a la estructura básica de la sociedad, también se necesitan principios para el derecho internacional y principios para las personas.Esos principios deberán ser reconocidos en la posición original.El hecho de que los principios para las instituciones se escojan antes muestra la naturaleza social de la virtud de la justicia.

Debe también haber un acuerdo en las nociones de equidad, fidelidad, respeto mutuo y beneficiencia aplicables a los individuos, y también sobre los principios aplicables a las conductas de los estados.

El principio de imparcialidad se aplica a los individuos: a una persona debe exigírsele que cumpla con su papel sólo si la institución es justa y se aceptan voluntariamente los beneficios del acuerdo.

Respecto a las obligaciones, “no es posible estar obligado por instituciones injustas” o “formas de gobierno autocráticas o arbitrarias”[6].

Las obligaciones se diferencian de los deberes naturales en tanto que estos se nos aplican con independencia de nuestros actos voluntarios (deber de ayuda mutua, o el propio deber natural de justicia). Y señala que no hay incongruencia en afirmar que la justicia como imparcialidad permita principios incondicionados, porque “basta con probar que las partes en la posición original estarían dispuestas a convenir respecto a principios que definieran los deberes naturales”[7].

3 Comentario personal

Lo que Rawls pretende es demostrar que la interpretación democrática es la mejor elección ‘si queremos preservar un trato igualitario a los hombres en cuanto que personas morales que no pondere su participación en los beneficios y cargas de la cooperación social de acuerdo a su fortuna social o a su suerte en la lotería natural’.

Poner este condicionante tan prolijo, en mi opinión, ya es un problema. Pues puede haber contratantes, o, pero aún, personas ni siquiera dispuestas a contratar, que desde su posición original pretendan hacer valer su fortuna social o natural, incluso aunque acepten un trato igualitario a los hombres en tanto que personas morales, cosa que hoy en día parece generalmente aceptada.

En Rawls la justicia tiene primacía frente a la eficacia y exige algunos cambios que no son eficaces al máximo aunque sí consistentes (el sistema perfectamente justo, será eficaz).

Pero puede haber personas que prefieran la máxima eficacia en la distribución de recursos (cuando no de oportunidades, por ejemplo) por ser su temperamento más arriesgado que el de la máxima gracianesca de ‘lo bueno si breve dos veces bueno y si malo no tan malo’, y que acepten un sistema donde poder ser ricos o morir en el intento.

Rawls aboga por asegurar que el sistema de cooperación sea de justicia puramente procesal. Y lo hace frente al modelo de la justicia asignativa, propio del utilitarismo clásico, que convierte a la justicia en eficacia, al dividir un conjunto dado de bienes entre individuos determinados con necesidades y deseos conocidos. Pero recordemos que antes ya ha  abogado por un modelo de justicia sustantiva, en base a un acuerdo colectivo que refleja la integridad y autonomía de las personas racionales contratantes. ¿Es posible una justicia procesal y sustantiva a la vez?

En el modelo de Rawls, el de la justicia como imparcialidad, “los hombres convienen en aprovecharse de los accidentes de la naturaleza y de las circunstancias sociales, sólo cuando el hacerlo sea para el beneficio común[8].

En mi opinión, son las propias premisas de rawlsianas de partida las que ya están preñadas desde el principio de sus respuestas normativas, por lo que su argumento central se convierte en circular. Esto es, al pedir desde el inicio que lo mejor para todos es un sistema de justicia distributiva donde se prime la dignidad del ser humano y su igualdad de oportunidades independientemente de su posición familiar y sus capacidades naturales, ya está condicionando su rechazo a otro tipo de teorías en donde se admita que lo importante no es la formalidad del proceso, sino la eficacia en la consecución de resultados para una persona o personas en concreto. Es más, en mi opinión, la propuesta rawlsiana sólo tiene sentido si es universal, pues el beneficio común sólo puede predicarse a nivel planetario. Si no, ya es parcial, y ya gana fuerza la teoría utilitarista.

Indudablemente, en una sociedad como la occidental donde se admite la primacía de los derechos humanos y de las libertades básicas, la propuesta rawlsiana siempre será bien acogida. No obstante, me parece que sus argumentos pueden pecar de ingenuos si se trata de contrastarlos con los de aquellos que, pese a admitir la primacía de esos derechos y libertades, no admiten la fórmula de ‘aprovecharse de los accidentes de la naturaleza y de las circunstancias sociales, sólo cuando el hacerlo sea para el beneficio común’, sino que, al contrario, juzgarán que no tienen nada que ganar si hacen esto, pues su ‘posición original’ nunca tuvo velo de ignorancia, sino que desde pequeños tomaron conciencia de su ventaja en talentos personales o familiares. Y creo que eso es lo que la mayoría pensaría en esa ‘posición original no-ignorante’, más allá de que algunos, en un extremo generoso, puedan estar dispuestos a ceder en su ventaja original y de que otros, en el otro extremo egoísta, ni siquiera acepten tener nada que ver con un supuesto ‘beneficio común’.


[1] RAWLS J., Teoría de la Justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 79.

[2]Ibíd, p. 82.

[3]Ibíd., p. 97.

[4]Ibíd., p. 105.

[5]Ibíd., p. 129.

[6]Ibíd., p. 136.

[7]Ibíd., p. 139.

[8]Ibíd., p. 125.

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